Gonzalo Calcedo. Las inglesas.

marzo 2, 2017

Gonzalo Calcedo, Las inglesas
Menoscuarto, 2015. 190 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

Tesoros
Saab 900
Té verde
3.000 metros obstáculos
Lo que tuvimos
Cosas de la edad
El castillo de fórmica
Domando ranas
Las inglesas

Protagonizados por adolescentes en torno a los 16 años, momento de paso a la madurez con sus tensiones y problemas. Primeros noviazgos, amistades, futuros abiertos.. Mis preferidos son, probablemente, Té verde, historia de cuatro amigas cuya madurez es diferente a como se la imaginaban y Las inglesas con un comienzo mejor escrito que la media del libro y con un final a medio camino entre la esperanza y la desesperación.

En conjunto tiene más aciertos que fallos, pero pese a la unidad temática no me ha parecido un libro redondo. Aunque sí recomendable.

Las inglesas habían venido para impartir clases de idioma y todos los días adoctrinaban a las criaturas del pueblo y a la prole de los veraneantes en un campamento al aire libre. Cantaban Ain’t that a shame y Put a little love in your heart. Leían con cómica grandilocuencia a Lord Byron, a Nelson Gate y novelitas rosa de Bibiana Colomo. Su esperanto despertaba a los pájaros, hacía ladrar a los perros y esconderse a los gatos. No parecía muy académico, pero el charloteo en aquella lengua impresionaba a los adultos, que sonreían ante la fiesta perpetua, el baile desbocado y las comidas a deshora. Porque las inglesas no comían, o comían de noche, cuando nadie las veía. No respetaban ningún horario y eso engatusaba secretamente a muchas jovencitas del pueblo (Sandra y yo entre ellas), que en su fuero interno soñaban con ser inglesas, merecer el puesto de una de ellas e ir descalzas al aeropuerto y volar libres a la lejana Inglaterra. Lo sentíamos en nuestros humildes pechos, pero no llegábamos a manifestarlo, porque en el fondo las inglesas estaban de paso y su tez blanca y sus ávidas bocas y su teatro pasarían. Les diríamos adiós con la nostalgia de otro estío en los labios, como si el
bosque cercano fuese a marchitarse tras su partida y la playa a cubrirse de podridas algas. Ellas se llevarían el verano en sus cabellos y los que nos quedábamos en tierra veríamos acortarse los días y barreríamos las hojas secas para quemarlas.
Mientras tanto, las inglesas campaban a sus anchas ignorando el calendario, sin saber si era martes o domingo. Hablaban al revés y se equivocaban con los cambios en la tienda. Compraban mucho de nada y poco de lo importante: patatas, fruta, carne… Vivían de mantequilla, helados de brandy y frutas confitadas. De café licuado (un bebedizo pardo, estancado en teteras de loza), ginebra, pipermín, vodka y el vino más barato del establecimiento, un tinto justiciero con lenguas y paladares. Si enfermaban vomitaban su ardor de estómago contra la fachada mal revocada del patio, justo encima del sumidero cuya rejilla semejaba un escudo de armas, y luego volvían a la vida, tan lozanas como al principio. Ante las miradas de reproche respondían con acaparadoras sonrisas de fábula. No querían irse, solo tener el sol y disfrutar de los baños y los saraos. Pero el calendario que habían ignorado seguía su curso y a los quince días enrollaron las alfombras, tendieron por última vez las sábanas y rascaron la costra de las sartenes. Exprimieron limones en los desagües y con el mismo jugo limpiaron los cristales de las diecisiete ventanas. Dejaron la casa recogida, plegaron las velas para convertirlas en mortaja del velero, arrinconaron los marfileños muebles de jardín en el velador y se fueron, la comitiva un callado funeral para la difunta holganza.

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