Gianni Rodari. Libro de la fantasía.

octubre 28, 2011

Gianni Rodari, Libro de la fantasía

Ya decía ayer que saqué este libro de la biblioteca. En este caso no es uno, sino una recopilación de los siguientes:

Cuentos por teléfono
El Planeta de los árboles de Navidad
Cuentos escritos a máquina
Érase dos veces el Barón Lamberto
El juego de las cuatro esquinas.

Me he dado un atracón -saludable- de Rodari. Aunque me pasó lo que pasa con estos tochos; son de difícil manejo y para leer en la cama, imposible. Se te cansa el brazo.

Lo que dije ayer se puede aplicar aquí, el humor sigue presente, aunque destacaría el último libro, El juego de las cuatro esquinas, dirigido a un público más adulto y que contiene cuentos muy cercanos a la sensibilidad de Pere Calders. El cuento que da título al libro, con los reinos (animal, mineral, vegetal) jugando a las cuatro esquinas. O el que reproduzco al final, de una nostalgia demoledora y con un mensaje muy claro.

Calificación: Muy bueno.

Un día, un libro (58/365)

La canción de la verja

Un niño volvía siempre de la escuela por la misma calle. No conocía otra. Todavía tenía miedo de buscar calles nuevas. Pero un día cambió de calle. De pronto apareció ante su vista un enorme jardín, que una larga verja separaba de la acera.
—Qué bonito —dijo el niño.
E hizo lo que el noventa y nueve por ciento de los niños habría hecho en su lugar: sacó la regla de la cartera y echó a correr pasándola por los barrotes de hierro, hasta que el pilar de piedra de una cancela interrumpió su carrera. Entonces volvió atrás. Los barrotes respondían al rápido paso de la regla, emitiendo notas alegres y retozonas. Cuando el niño corría en un sentido, las notas formaban una escala en ascenso, lentamente desde las notas bajas hasta las más altas y agudas. Corriendo en sentido contrario, el niño oía una escala en descenso, progresivamente desde un agudo clin, clin hasta un profundo clon, e incluso hasta un oscuro clun, clun.
Al niño nunca se le había ocurrido, antes, jugar a aquel juego, por eso lo repitió más veces, recorriendo la acera arriba y abajo, de un extremo a otro de la verja, de los barrotes sonoros. Luego se detuvo a tomar aliento. Cuando volvió a empezar, ya no corría; andaba a pasitos cortos y pasaba la regla por los barrotes dando golpes muy espaciados sin saltarse ninguno y volvía atrás, a golpear de nuevo uno que había emitido un sonido particular. Se puede decir que ya no se trataba de un juego, sino que tocaba la verja, como se puede tocar un xilófono o un piano, buscando las teclas adecuadas para construir una
melodía.
—Qué bonito —volvió a decir el niño.
Esta vez había conseguido una extraña canción.
—La llamaré «la canción de la verja».
El campanario cercano dio las horas. El niño las contó, se dio cuenta de que era tarde y recordó que le estaban esperando en casa.
—Volveré mañana —dijo, acariciando por última vez la verja con la regla.
Volvió al día siguiente y muchos días más. Ahora siempre pasaba por la calle nueva y todas las veces se detenía a tocar la verja. Siempre inventaba nuevas canciones, golpeando rítmicamente los barrotes. Inventó una canción para cada uno de los árboles que veía en el jardín: el pino, el abeto, el cedro del Líbano, el delgado ciprés erguido como un dedo que quisiera hacer cosquillas a las nubes. Inventó una canción para la avenida que subía hacia la mansión, para los senderos que se adentraban en los verdes pasadizos bajo los árboles, para los matorrales y para los floridos arriates. Pero ni a sus padres, ni a la maestra, ni a sus compañeros dijo nada de su descubrimiento. La verja musical era su instrumento secreto. Todo el mundo tiene derecho a guardar algún secreto.
Un día, mientras ensayaba en los barrotes una nueva canción, salió de la mansión una voz irritada:
—Chico, ¿dejas de hacer eso de una vez, o qué? Llevas una hora rompiéndome los tímpanos con ese estúpido jueguecito.
El niño alzó los ojos. Las ventanas de la mansión estaban abiertas y el hecho, por contraste, le hizo recordar que antes habían estado siempre cerradas. Quizá los amos habían estado fuera y habían vuelto. En un balcón estaba un anciano en bata. En una mano tenía un libro y en la otra un par de gafas, que agitaba amenazadoramente.
—Ya has armado bastante bulla y no me has dejado leer. Ahora vete a casa y no lo vuelvas a hacer o llamaré a los guardias.
El niño ni siquiera intentó defenderse, explicando que no estaba armando bulla, sino inventando canciones en aquellos maravillosos barrotes. Metió la regla en la cartera y echó a correr asustado, mientras el anciano le seguía con su voz seca y hostil:
—Que no te vuelva a ver por aquí, ¿entendido?
En los días siguientes el niño, caminando por prudencia por la acera opuesta, pasó y volvió a pasar ante la mansión, pero siempre había alguna ventana abierta, o el propio anciano paseando por el jardín, o un perro durmiendo junto a la cancela. El niño tenía que conformarse con mirar amorosamente los barrotes prohibidos y luego corría a su casa, suspirando. Pero cuántas cosas dijo, mentalmente, a aquel odioso señor: «Realmente me sorprende que a una persona instruida como él, que lee continuamente gruesos libros encuadernados en negro, no le guste la música. ¿Por qué no ensaya él en la verja nuevas melodías y canciones? ¿Por qué es tan tonto? ¿Por qué odia a los niños?».
En esa época la madre del niño conoció a una señora que tocaba el piano. El niño, un día que acompañó a su madre a hacerle una visita, vio aquel extraordinario instrumento, e incluso le dieron permiso para tocar con los dedos sus milagrosas teclas. Tocó aquí y allá al azar, tratando de combinar los sonidos entre sí, mientras el corazón le latía dentro del pecho como un tambor.
—Me parece que este niño tiene disposición para la música —dijo la señora—. ¿Por qué no me lo manda alguna vez? Me gustaría darle alguna clase, por probar…
Pero la señora hablaba así, sólo por amabilidad. Además al día siguiente tenía que irse a París. Hablarían del asunto a la vuelta. Pero si volvió de París el niño no lo supo jamás. De aquella señora y su piano no volvió a tener noticias. Luego ocurrieron muchas cosas. Estalló la Segunda Guerra Mundial. El padre del niño fue llamado a filas. No se podía pensar en la música en esos momentos. Desgraciadamente los momentos se convirtieron en años.
El niño creció, estudió el bachillerato. Había olvidado la verja. La recordó un día en que, al pasar por casualidad ante la mansión, vio que la verja ya no estaba: la habían quitado, el hierro servía para hacer cañones. También habían quitado las campanas del campanario.
Muchos años después el niño se convirtió en empleado de banco. El trabajo no le disgustaba: cualquier trabajo es bueno si se gana para vivir. A veces, sin embargo, el empleado se preguntaba: «Quién sabe si hubiera podido, en otras condiciones, llegar a ser un buen músico…».
Pero no se lo preguntaba con demasiada frecuencia: quien tiene que trabajar para vivir, no tiene tiempo para perseguir viejos sueños.
El empleado ya no vivía desde hacía mucho tiempo en la pequeña ciudad de su infancia. Una vez tuvo que volver allí por encargo del banco. En las horas libres paseaba como hechizado por las viejas callecitas. Le parecía ser otra vez el niño que corría y cambiaba de calle entre su casa y la escuela para ver cosas nuevas, descubrir el mundo. Y ahora, de repente, estaba otra vez ante la mansión, el enorme jardín, que después de la guerra había recobrado su majestuosa cancela. Y ahí estaba la verja…
Los barrotes no son los mismos, probablemente. Pero todo parece haber vuelto a aquellos lejanos tiempos.
Por la esquina aparece un niño, balanceando la cartera. Se detiene. Mira la mansión: todas las ventanas están cerradas, señal de que los dueños están de viaje.
«Ahora la regla», pensó el empleado.
El niño, en efecto, sacó de la cartera una regla metálica y con ella empezó a golpear los barrotes, absorto, como siguiendo un ritmo interior. Clin, clin, clin, sonaban los barrotes.
«Qué extraño —pensó el empleado—, no noto diferencia alguna entre un sonido y otro. Por otra parte, pensándolo bien, es lógico que sea así. Los barrotes son todos de la misma longitud y del mismo espesor: ¿por qué iban a emitir notas diferentes?»
Pero el niño tocaba y golpeaba los barrotes según un misterioso designio.
—Hola —dijo el empleado cuando estuvo a su lado.
El niño se sobresaltó, como si le hubieran descubierto haciendo algo prohibido.
—No tengas miedo —dijo el empleado—, las ventanas están cerradas. El viejo no está en casa.
—¿Qué viejo? —preguntó el niño.
—El que se enfada cuando haces ruido con los barrotes.
—No es un viejo —dijo el niño—, es una ancianita sorda. No dice nada, porque no oye. La que se enfada es su criada.
«Claro —pensó el empleado—, aquel anciano se habrá muerto hace tiempo. Hay nuevos amos.»
—La criada dice —prosiguió el niño— que soy un male-ducado y que perturbo la paz. Pero no es verdad. Yo no hago ruido, sino música. ¿Quiere oír?
—Oigamos —dijo el empleado.
—Escuche —dijo el niño—, ésta es «la canción del castaño moribundo». ¿Ve ese árbol? Es un castaño. Está enfermo, como casi todos los castaños de Europa. Lo hemos estudiado en la escuela.
—Oigamos —repitió el empleado.

El niño se puso a golpear los barrotes con la regla. Tenía una expresión intensa, casi dolorosa. Tocaba unas veces este, otras aquel barrote, saltándose alguno, incluso cinco de una vez, como para obtener un intervalo especial.
Pero el empleado oía siempre la misma nota sorda: clin, clin, clin…
—¿Oye? —dijo el niño—, el castaño está enfermo, pero no está triste, porque los pájaros todavía hacen su nido entre sus ramas. ¿Comprende?
Pero el empleado oía solamente aquel sordo y monótono clin, clin, clin…
—Por esa razón —dijo el niño— la canción no debe acabar con una nota baja, como una campana que toca a muerto, sino con una nota alta y serena.
Clin, clin, oía el empleado.
Ahora comprendía por qué el anciano, aquella vez, le había gritado con tanta hosquedad. Un oído adulto ya no es capaz de oír la música que un niño hace en los barrotes con su regla y su fresca imaginación.
—¿Le ha gustado? —preguntó el niño.
—Mucho —dijo el empleado para no desilusionarle.
El campanario dio las cinco.
—Tengo que ir a casa a merendar —dijo el niño—. Buenas tardes.
—Adiós —dijo el empleado.
Y permaneció allí unos minutos más mirando el castaño en cuyas hojas jugaba el sol, antes de ponerse.

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