Félix J. Velando. Te vas a reir cuando te lo cuente.

febrero 8, 2018

Félix J Velando, Te vas a reir cuando te lo cuente
La página, 2012. 126 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

Una noche en la tele
Mi vida con Elvis
Pezones
Obituario de Sifrig Rosenberg [1945 – )
Mejor que no te cruces con Propp,
Septiembre y las medusas
El bronceado perfecto
El candidato
Panda Fever

Ácidos y desmadrados, desde el primero, inspirado en aquellas tertulias que perpetraba Sánchez Dragó, hasta el último, donde el regalo de un panda que resulta ser homosexual lleva a una escalada de conflictos entre España y China.

En general muy divertidos, los mejores los protagonizados por Peralada, trasunto poco disimulado del escritor de Prada. Pezones, donde se dedica a buscar los primeros ejemplares de su obra de juventud y El bronceado perfecto donde impulsa una prohibición de nudismo que acaba provocando una batalla campal entre ingleses borrachos y policías que se resuelve de una manera muy original.

Para echar unas buenas risas.

Satisfecho por su artículo, le dio a enviar sin releerlo y cogió la ropa que había rescatado del trastero. Los pantalones le quedaban muy grandes pues desde su adolescencia había perdido entre veinte y treinta kilos. (No lo sabía con exactitud porque la báscula de la casa familiar sólo llegaba hasta los ciento veinte kilos y él sobrepasaba por entonces esa cifra con amplitud). Y con las camisetas le pasaba lo mismo, también le estaban holgadas. Escogió una violeta, algo más ajustada, y se ayudó de unos tirantes para sostener los pantalones y no mostrar sus calzoncillos a nadie como hacían esos jóvenes oligofrénicos que pensaban que tamaña aberración era una moda. Ni cuando en su juventud consiguió que su madre le comprara ropa interior marca Ferrys pensó que mostrar sus gayumbos pudiera ser de buen gusto.
Se metió en el baño, donde se quitó las gafas y se caló el sombrero. Ante el espejo se vio irreconocible, más que nada porque le faltaban cinco dioptrías y apenas percibía una imagen borrosa. Una vez con las gafas puestas pensó que seguía irreconocible. Como toda la ropa olía a naftalina decidió aplicarse un poco de perfume para tapar ese tufo. Él no usaba perfumes -le parecía una mariconada-, así que se roció con uno de su mujer que tenía una fragancia poco femenina, como ella. Y se fue hacia la calle disfrazado para hacer su ronda por las librerías de viejo.
Cuando ya estaba en el portal una imagen le paralizó: su suegra había adelantado su visita de todas las tardes y estaba tocando en el interfono. ¿Qué hacer? Esa vieja lo odiaba por haberse casado con su hija en lugar de aquel notario soriano que pronunciaba tan bien las «eses» y poseía una finca con pavos reales, según le recordaba constantemente.
Tal vez por todo el brandy que había bebido, un coraje que no le acompañaba desde que con veintidós años se atrevió a ponerse el cuello de su polo Bur-berry hacia arriba en una fiesta, rebosó su corazón y
decidió que era el momento de probar la efectividad de su disfraz. Se quitó las gafas y se fue decidido hacia la puerta, la abrió casi a tientas, pasó junto a su suegra y salió a la calle con determinación. No pudo ver que la anciana le miraba alejarse con ojos desorbitados. Tampoco vio la bicicleta encadenada a una farola con la que tropezó, desequilibrándose. Adelantó las manos para frenar el golpe con el suelo pero al hacerlo chafó uno de los cristales de las gafas. Se levantó, las ajustó como pudo y continuó su tambaleante camino.
Minutos después su suegra, aún impactada, hablaba con su hija.
-Lo que yo te diga, iba borracho, cayéndose, por el suelo, disfrazado de fantoche y oliendo como una furcia.
-Mamá, no digas barbaridades.
-¿Barbaridades? Como una furcia. Si aún se siente por aquí el tufo que llevaba. Huele, huele…
Peralada, ajeno a las descalificaciones de su suegra, continuaba su misión. Se sentó en un parquecillo para intentar ajustar mejor lo que quedaba de sus gafas. Entonces un tipo con una dentición escasa y marcados pómulos se acercó.
-Quiero un pollo -le dijo-. ¿A cuánto me lo dejas?
Peralada miró a su alrededor, buscando qué le habría hecho creer a ese individuo que él vendía pollos.
-Creo que se equivoca usted, caballero. Yo no vendo pollos.
El otro miró a Peralada de arriba abajo y pareció reafirmarse en su idea inicial.
-Venga, no me vaciles, pásame un pollo. Llevo pasta.
Peralada pensó que había dado con el loco del parque.
-No, pollos no. Hoy no. Si va usted a la pollería encontrará pollos -le contestó didáctico.

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