Cristian Céspedes Bascuñán. Ciudades fugaces.

abril 9, 2018

Cristian Céspedes Bascuñán, Ciudades fugaces
Círculo rojo, 2013. 234 páginas.

Me lo prestaron para saber que opinaba y ya les adelanto que mi opinión fue negativa. Leonardo es un chileno que se lanza a recorrer mundo con una mano delante y otra detrás y como tiene la suerte de que todo le viene de cara vive un periplo por europa de lo más entretenido.

La prosa es correcta y poco más. Las historias, totalmente increíbles. A este hombre todo le sale bien. Encuentra los trabajos justos para no pasar nunca necesidad, alojamientos casi gratis, buenas relaciones amorosas… En un momento del libro acaba la relación con una muchacha que le ha abierto su casa y la despedida es totalmente cordial ¡aquí no ha pasado nada! Los personajes con los que se va encontrando son de bulto, puras figuraciones sin niguna dimensión. Tampoco es que el protagonista sea muy profundo.

Todo pasa a conveniencia de Leonardo. Se suele encomendar a MORBITUR que es una especie de dios que creo con sus amigos y que podíamos describir como una representación del hedonismo. Pero ¡ay! por desgracia tanta cosa buena no podía seguir para siempre y el libro acaba con un suceso tan lacrimógeno -que por otro lado se veía venir- que me lo terminó de estropear.

No me gustó nada.

—¡Sígame!
Lo seguí en silencio hasta que llegamos al salón central junto a la salida del barco. Ahí nos reunimos con otros integrantes de la tripulación. Luego llegó el capitán. Le explicaron lo que sucedía y comenzó a reprenderme. Me preguntó en que sección estaba; no lo sabía pero algo le expliqué y mandó a dos personas a buscar mi bolso. No paraba de recriminarme diciendo que habíamos llegado hacía tres horas, que podrían haber zarpado de vuelta conmigo a bordo, que la tripulación registra el barco antes de partir, en suma, estaba indignado, y lo peor de todo era que yo nada podía decir, pues no recordaba nada. Cinco minutos después volvieron los dos tipos: el bolso no estaba por ningún lado. No lo podía creer, ¿qué iba a hacer ahora? Traté de serenarme (con resaca es un logro) y asumirlo. Le dije al capitán:
—Bueno, ya está. ¿Qué podemos hacer ahora?
—Los objetos perdidos y luego encontrados permanecen en el barco durante dos meses a partir de la fecha del viaje, además puedes dar aviso en las oficinas de Ibiza y Barcelona —me respondió.
—¿Cómo se llama este barco?
—Ciudad de Salamanca.
—Ok…, una última cosa, mi otro bolso está en esa pequeña sala…
Vi el brillo del infierno en sus ojos cuando me miró por última vez; se dirigió al resto y preguntó por mi bolso. Una de las mujeres entró en una oficina y luego de algunos segundos salió con él, lo que significó un pasajero y estúpido consuelo. I ,a mayoría de cosas que traía eran paquetes para Gabriel, aunque por suerte, también estaba el cilindro con los cien discos y
las carátulas. Me despedí de todos y comencé a bajar por la escalera, como un zombi. Poco antes de llegar a tierra levanté la vista y vi a Gabriel y a su esposa observándome venir y con expresión de: ¿Qué pasó?
—¡Hola zombi, ¿cómo están? —me preguntó mientras nos abrazábamos.
—Más o menos, no recuerdo casi nada, sólo que dos horas antes de llegar estaba tomándome una botella de whisky con un gringo y desperté hace media hora debajo de unos asientos y no había nadie en el barco.
—¡No se te ocurrió nada mejor para debutar!, lo de tu mochila en el aeropuerto está bien, ¡pero esto! —me dijo en tono de recriminación amistosa.
—Fue sin querer, estaba ansioso.
En unos minutos le conté el incidente del pasaporte. Cuando terminó de decirme lo que merecía por mi estupidez, comenzamos a caminar sincopadamente, avanzando entre el gentío del caluroso mediodía en busca de una cerveza para enfriar mi frustración y comentar la llegada. Nos sentamos en la terraza de un bar a unos metros del puerto. Mientras el día desfilaba festivo a nuestro alrededor, y las palabras y la cebada fluían profusas, comenzamos a sentir la presencia mutua y digerir la idea del reencuentro. Sentí una profunda pero relajada alegría. Se le veía bien, con la misma sonrisa de siempre, tostado por el sol y con unos kilos demás que, sin embargo, no le hacían perder su aspecto habitual, determinado sobre todo por su característico cabello, siempre rubio, crespo al extremo y que sólo permite ver su longitud cuando está mojado; cuando está seco es una masa de rulos concentrada desde la nuca hasta el cuello. Ahora, lo más llamativo eran unas pronunciadas entradas en los laterales de su frente, aviso de una tempranera calvicie.

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