Carlos Eugenio López. Delirios de grandeza.

febrero 10, 2023

Carlos Eugenio López, Delirios de grandeza
Lengua de Trapo, 1988. 220 páginas.

Luis Alberto López era un sexador de pollos que, tras asesinar a un compañero de trabajo con un martillo, es recluido en un psiquiátrico. Desde allí nos cuenta el transcurso de una revolución que acaba en violencia, mezclado con los recuerdos del por qué ha llegado hasta allí.

La editorial Lengua de trapo se especializó en este tipo de libros, herederos del humor de La conjura de los necios y este es un buen ejemplo. Humor negro, situaciones absurdas con mucha mala leche que funciona de manera excelente porque quien cuenta las cosas es un interno, y es incapaz de darse cuenta, al retratar su vida, de hasta que punto se desnuda. La mezcla de sensatez y locura del protagonista le permite al autor hacer una crónica a la vez lúcida y disparatada. Un problema que el comenta en el texto:

Yo no soy tonto. Yo me callo muchas, pero no soy tonto. Eso es lo peor. Cuando se es tonto, no es que no se sufra; no, sufrir se sufre siempre. Pero cuando no se es tonto, se acaba sufriendo dos veces por lo mismo. Primero porque lo ves venir, y luego porque no puedes evitar que venga. Y yo no soy tonto.

No creo, como se dice en la contraportada, que sea una sátira del nacionalismo, aunque cada uno puede leer e interpretar lo que quiera. Sí es un libro ácido y tierno que en varias ocasiones me ha arrancado una carcajada.

Muy bueno.

—No es problema de resistencia atlética —repetía una y otra vez—. Es cuestión de método.

Lo importante, según él, era saber concentrarse en otra cosa. Porque cuanto más se pensara en el asunto, peor. Al parecer, lo de la eyaculación es un poco como lo del insomnio: si te obsesionas, es cuando ya la has fastidiado. Y para no obsesionarse había un montón de métodos la mar de sencillos.

—ElKoka Shastra —decía el cincuenta y nueve— recomienda concentrarse en la imagen de un mono columpiándose en la rama de un árbol. Para lo que no hay que saber álgebra.

Aunque él, en realidad, y sin querer enmendarle la plana a los clásicos, que eso nunca, porque, como decía, «los clásicos lo son por algo», aconsejaba concentrarse en un gato o una ardilla.

—En mi modesta opinión — explicaba—, la figura del mono connota en nuestra cultura actitudes que podrían ser contraproducentes a los fines de la necesaria distanciación erótica.

Cosa que no pasaba con el gato o, menos aún, con la ardilla. Como habría demostrado definitivamente él si no lo hubieran encerrado. Porque estaba haciendo unos experimentos revolucionarios sobre lo del mono y la ardilla con un grupo de estudiantes de la Universidad de Salamanca. Pero se le quedaron embarazadas seis estudiantes y se organizó un barullo de miedo.

—Fíjense ustedes —se quejaba él—, ¡qué serán seis embarazos en una muestra de más de treinta mil coitos!

Pero por más que intentó hacerle comprender al rector, no hubo manera. Cuantos más argumentos estadísticos le daba, era peor. Al final, por lo visto, los seis embarazos no tenían la menor importancia. Lo que le achacaban eran los treinta mil coitos.

—Hombre de Dios —parece que le dijo el rector—, ¿es que no podía usted haber reducido un poco las pruebas empíricas?
Por las paredes se subía el cincuenta y nueve recordándolo.

— ¡Habráse visto mamarracho! —clamaba—. ¡Pues no quería que procediese deductivamente! ¡En un trabajo como el mío!

No podía creérselo. Por más buena voluntad que ponía, no lograba explicarse cómo, de buena fe, podía pretender alguien semejante aberración.

—Tuvo que ser un complot —concluía—. Intrigas de departamento. No tiene otra explicación.

Los estudiantes, con la lógica excepción de las seis embarazadas, defendieron con uñas y dientes su rigor metodológico. Hasta una manifestación organizaron en demanda de su inmediata reintegración al claustro.

—Era conmovedor —decía. Más de veinte mil estudiantes se reunieron en el Patio de Escuelas, gritando al unísono: «¡Viva la inducción!».

Pero el rector no dio su brazo a torcer ni por ésas. Al contrario, la manifestación no hizo más que echar leña al fuego. El cincuenta y nueve, llevado por el ardor del momento, se subió a la estatua de fray Luis y prometió a las masas no sólo que volvería a la cátedra, sino que no publicaría los resultados de su estudio hasta haber probado sus tesis en un millón de coitos.

Las masas se lo comieron a besos, claro.

— ¡Be-ní-tez! ¡Be-ní-tez! —coreaban enardecidos, mientras lo paseaban a hombros.

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