Benito Pérez Galdós. Celín.

febrero 12, 2010

Editorial RBA, 2005. 94 páginas.

Benito Pérez Galdós, Obras completas
Fantasía onírica

Dentro de la colección de RBA están casi todas las novelas de Benito Pérez Galdós, autor bastante prolífico, y va siendo hora de empezar con ellas. Algunas ya las tenía leídas y siempre me ha parecido bastante entretenido.

La primera sorpresa es que siempre lo había tenido por escritor realista y resulta que también se soltaba la melena. Celín está ambientada en una ciudad con unas características especiales:

Hay que hacer ahora una aclaración de carácter geográfico, que sorprenderá mucho al lector, y en la cual insiste mucho el cronista, asegurando en forma de juramento, que el día en que escribió esta parte de su relación no cometió exceso antes ni después de la cena. Pues ello es un fenómeno físico, peculiar de la ciudad de Turris, y que en ninguna otra parte del globo se ha manifestado nunca, como sienten Estrabón y dos graves autores más. La ciudad de Turris se mueve. No se trata de terremotos, no: es que la ciudad anda, por declinación misteriosa del suelo, y sus extensos barrios cambian de sitio sin que los edificios sientan la más ligera oscilación, ni puedan los turriotas apreciar el movimiento misterioso que de una parte a otra les lleva. Se parece, según feliz expresión del cronista, a un gran animal que hoy estira una calle y mañana enrosca un paseo. A veces la calle que anocheció curva, amanece recta, sin que se pueda fijar el momento del cambio. Los barrios del Norte se trasladan inopinadamente al Sur. Los turriotas, al levantarse todas las mañanas, tienen que enterarse de las variaciones topográficas ocurridas durante la noche, pues a lo mejor aparece el Tribunal de Cuentas al lado de la Plaza de toros, y el Congreso frente al Depósito de caballos padres.

El centro de la ciudad se mueve poco y rara vez. Los radios son los que van de aquí para allí con movimiento tan inapreciable a los sentidos, directamente, cual la rotación cósmica del planeta. Las arterias radiales de la ciudad y sus extremidades son las que se revuelven, se cruzan y se enroscan como los rejos del pulpo. Lo más particular es que las líneas de tranvías sufren poco o nada, pues sus carriles se acomodan a la dirección del movimiento. El inaudito fenómeno se verifica casi siempre de noche. El Municipio tiene pregoneros que salen por las mañanas voceando la nueva topografía, y se ponen carteles diciendo, por ejemplo: «La cárcel se ha corrido al Oeste. Hay tendencias en el Senado a derivar hacia los Pozos de nieve. La Bolsa firme (quiere decir que no se ha movido). El convento de Padres Capuchinos Agonizantes, unido a la Dirección de Infantería y al Hotel de Bagdad, marcha, costeando el barrio de los judíos, hacia la Fábrica del gas». Cierto que este fenómeno, único en el globo, tiene sus inconvenientes, porque no se sabe nunca, en tal ciudad, de quién es uno vecino y de quién no; pero hay que reconocer que no carece de ventajas, pues cuando un turriota sale, a altas horas de la noche, de una francachela, con la cabeza un poco mareada, no necesita fatigarse para ir a su casa, sino que se está quietecito, arrimado a un guardacantón, esperando a que pase la puerta de su vivienda para meterse en ella tan tranquilo.

Una ciudad móvil que me ha recordado a Castroforte del Baralla en la que la protagonista intentará sucidarse guiada por un chaval un tanto peculiar, Celín. Lo que se van encontrando se sale un tanto de lo común:

Respondió el chico que el Alcana estaba un poquito lejos, y guió por torcida calle, en la cual había una imagen alumbrada por macilento farol. Pasaron por junto al cuartel de la Santa Hermandad, establecido en el desamortizado convento del Buen Fin. En la puerta estaba de centinela un cuadrillero con tricornio y capote. Dejaron atrás la Casa de locos y un barrio de gitanos. Costeando luego la inmensa mole de la Casa de los Jesuítas, rodeada de sombras, entraron en una plaza enorme con muchísimas horcas, de las cuales pendían los ajusticiados de aquel día. Eran salteadores de caminos, periodistas que habían hablado mal del Gobierno, un judaizante, un brujo y un cajero de fondos municipales, autor de varios chanchullos. Apretaron el paso, y al salir a un lugar más abierto, entre campo y ciudad, notó Diana que la obscuridad menguaba.

Todo aquel gentío iba a gozar las fiestas de la ciudad, y pasaban también diligencias atestadas de viajeros alegres que cantaban y reían; el tren silbaba a lo lejos. En las primeras casas de una aldea próxima vieron enormes carteles fijados por las empresas de ferrocarriles. Celín y Diana se pararon a leerlos, ella apoyada en el hombro del mancebo, él marcando las letras con una ramita que en la mano llevaba. Decían así: «Espléndidos Autos de fe en Turris, los días 2 y 5 brumario. Sesenta víctimas a la parrilla. Toros el 3, de la ganadería de Polvoranca. Congreso de la Sociedad de la Continencia. Juegos Florales. Torneo. Velada con Manifiesto en el Ateneo. Regatas. Iluminación y Tinieblas. Gran Rosario de la Aurora, con antorchas, por las principales calles, etc., etc.».

El final explicará muchas cosas, pero no se lo voy a chafar; es una historia tan corta que se lee sin darse cuenta y deja buen sabor de boca. Lo interesante está en los detalles.

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