Antonio Pereira. La divisa en la torre.

octubre 3, 2019

Antonio Pereira, La divisa en la torre
Alianza, 2007. 252 páginas.

Reconozco haber empezado el libro con cierta aprensión, ya que la recomendación venía de la extinta página ‘La tormenta en un vaso’ que en muchas ocasiones recomendaba los libros más por motivos de amistad que por su calidad literaria.

Un conjunto de cuentos, algunos muy breves, muchos autobiográficos o pretendiendo serlo, con anécdotas sabrosas y con nombres y apellidos. Desde los dos primeros cuentos se me quitó la aprensión y entró la alegría, porque este autor del Bierzo es familiar de Cunqueiro y tiene el mismo gusto por el detalle cotidiano, por el gusto de narrar que el gallego.

He disfrutado mucho de su lectura y me apunto al autor para leer cosas suyas más ficcionales.

Recomendable.

Monsieur Henri Charriére era un ciudadano en la plenitud de sus derechos como tal, aunque no mucho antes fuera el presidiario Papillón, huido de la justicia francesa desde la temible Guayana de los condenados al infierno. Papillón se titulaba su libro. Fue un suceso insólito. El prófugo, luego rehabilitado, vivía en Venezuela una vida anodina cuando leyó El astrágalo, una novela francesa que cuenta una huida y fue un negocio editorial cuantioso. El lector Charriére, muy inteligente (por algo sobrevivió a tantos horrores), pensó: «Yo tengo cosas más tremendas que contar, y sabría ser más convincente». Se buscó una ayuda para poner las comas en su sitio y otros pulimentos del lenguaje y la suerte hizo lo demás. Un editor de París se encargó de que un montón de cuadernos de apariencia escolar se convirtieran en un volumen impreso de medio millar de páginas. El éxito fue inmediato. Los focos de la actualidad cayeron sobre el autor que ahora recorría el mundo, el mismo con quien compartía yo algunas horas de estas jornadas isleñas. Nos caímos bien. A él le dolía la muñeca, de dedicar cientos, miles de ejemplares. Yo le dije que, después de profusos anuncios en los periódicos y en la radio, había firmado una veintena escasa en la principal librería de Las Palmas. Él me dijo que envidiaba mi literatura, aquel Cancionero de Sagres que le regalé, que ahora leía por la noche uno de mis poemas y sentía serenidad. Yo le
dije que sí, que era hermoso escribir para el propio deleite, ser un escritor de culto, pero no un escritor oculto. Creo que los dos éramos sinceros, y también creo que, al final, ni Charriére se cambiaría por mí ni yo me cambiaría por Charriére.
Charriére era un eficiente narrador oral. Me gustaba oírle contar su vida. En sus palabras reaparecían muy vivas las escenas de su juicio en el Palacio de Justicia del Sena, de su cautiverio, de sus planes de fuga en plan Conde de Montecristo. Me escalofriaba, sobre todo, una forma de tortura que tenía que aplicarse él mismo. Para una evasión más o menos lejana había que tener dinero, y el único cofre fiable era el propio cuerpo. O sea, el intestino a nivel profundo, donde Papillón, con destreza quirúrgica, se sacaba y se metía un cilindro metálico tantas veces como vaciara la tripa.
—¡Qué horror! —no pude evitarlo—. Mejor abandonar, morir.
Papillón me miró con una dureza que no le conocía, luego se le humanizó la cara hasta casi la sonrisa:
—Ah, chere maitre —bromeaba—, vivir, ¡vivir para poder contarlo!


Sacramento santo

En un pueblo de La Mancha oímos una copla que debería resultar obscena, y no, y esto tenía caviloso a mi amigo el lingüista de semióticas y campos semánticos. Descubrió al fin que es una simple palabra la que desactiva cualquier procacidad en el texto:

Sácala, marido, que la quiero ver.
¡Dios te la bendiga!, vuélvela a meter.

La palabra marido.

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