Velibor Colic. Los bosnios.

enero 10, 2017

Velibor Colic, Los bosnios
Periférica, 2013. 122 páginas.
Tit. Or. Les Bosniaques. Trad. Laura Salas Rodríguez.

Después de una lectura sobre el Holocausto engancho este catálogo de la brutalidad humana. Creíamos que el horror era cosa del pasado y Yugoslavia se convirtió en escenario de atrocidades.

El autor vivió ese infierno y nos lo cuenta con una prosa escueta y eficaz. Nos habla de bosnios, serbios, croatas y sus ciudades. Un libro que deja mal cuerpo porque, aunque de lejos, lo vivimos y, lo que es peor, lo permitimos.

Imprescindible.

ALMA
La llamábamos Alma, simplemente. Tenía siete años y vivía de la caridad, brutal y voluble, de los borrachos a los que vendía flores y su sonrisa de niña en los cafés.
La primera bala que un francotirador disparó desde lo alto de las colinas alcanzó en plena garganta a esta abejita diligente y desenvuelta.
Conseguimos enterrarla.
En el parque, en las traseras de la mezquita de la ciudad, alguien escribió con un rotulador negro, sobre una delgada plancha de madera colocada ante el túmulo de tierra recién removida, estas sencillas palabras: ALMA(1985-1992).
Cuando nos batimos en retirada, la misma mano
anónima olvidó una rosa roja sobre la pequeña tumba.
Modrica, Bosnia-Herzegovina, mayo de 1992


La acción se desarrolla en El Cordero, restaurante de Vogosca, a las afueras de Sarajevo, durante el triste y sangriento otoño de 1992. A la mesa están los dirigentes de la República serbia de Bosnia, en compañía del escritor ruso E. Komessarov, aventurero del comunismo y el nacionalismo. Con la mirada turbia, alzan sus vasos. Alrededor se condensa la oscuridad de una noche bosnia brumosa y medieval.
Algunas horas antes, E. Komessarov se reía a mandíbula batiente mientras disparaba para entretenerse una pesada arma de la defensa antiaérea sobre la ciudad, que apenas se distinguía desde lo alto de las colinas.
La risa del escritor, extraña evidencia de su espíritu perturbado, se fundía con el silbido de los obuses antes de perderse en el brumoso valle, al fondo del cual apenas respiraba «la ciudad de los minaretes», con sus puentes, sus catedrales, sus iglesias ortodoxas. Ciudad, puerta de Oriente y ventana sobre Occidente, donde las primaveras eran dulces y los inviernos rigurosos. Ciudad cuyo asfalto y pavimentos habían sido pisados por generaciones de hombres sutiles y bonitas mujeres, que poseía una biblioteca con un patrimonio de tres millones y medio de volúmenes, donde corría un
río que se acordaba de la muerte de un heredero al trono y del fin de numerosas dinastías de tiranos. Sarajevo, con su hotel Europa, su oloroso Bascarsija (el antiguo barrio turco), sus tranvías naranjas y ocres, sus paseos, sus plazas, sus cafés.
Allí, en el fondo de la cavidad, aquella risa demente se clavaba en el corazón ya magullado de la ciudad, haciéndole mucho más daño que los proyectiles.
El juego (¿pero lo era de veras?) se terminó con tanta brusquedad como comenzó. E. Komessarov se irguió de nuevo y se encerró en su silencio.
El escritor ruso Komessarov callaba mientras los soldados serbios le daban palmaditas en el hombro. Después, cogió sus gafas entre el pulgar y el índice, las limpió y se dirigió hacia el Estado Mayor al tiempo que se pasaba la lengua por los labios resecos y agrietados. A su alrededor se extendía un olor agrio, desagradable, el de la pólvora.
La luz marcaba dos extrañas arrugas en el rostro de Komessarov, mientras alzaba su vaso, lleno de un áspero brebaje oriental, a la salud de los generales serbios.
Sus amplios gestos proyectaban largas sombras sobre la pared cubierta de mapas militares y estratégicos; teatro de mármol que deformaba su silueta como un espejo deformante y les daba una dimensión caricaturesca.
Aquellas sombras parecían animadas con vida propia. Se asemejaban a pájaros de mal agüero, viejos como el mundo, que se disputaran un pedazo de carne humana, a cuervos milenarios de pico ensangrentado.
Según un protocolo extraño y casi mágico, un jeep había conducido al escritor E. Komessarov y al líder serbio, además psiquiatra y «poeta», al café El Cordero, en Vogosca, cerca de Sarajevo. Allí habían encontrado la mesa puesta y a un hombre que Komessarov había tomado por un «ángel de ojos grandes y guitarra».
Mientras ocupaban su lugar, a la luz de las velas, el joven, tras la señal de un guardián que se mantenía en la sombra, se puso a tocar un romance ruso que hablaba de una joven y de la nieve que se fundía en sus pestañas.
Komessarov le ofreció carne y un raki tan amarillo que se habría dicho que encerraba el secreto del ámbar. A lo largo de la conversación, se enteró de que aquel adolescente temeroso era en realidad un prisionero musulmán que llevaba ya varios días cantando y tocando la guitarra para distraer a los oficiales serbios. Tenía la voz, que todavía no le
había cambiado, cascada, y Komessarov tuvo la impresión de que se ocultaba un secreto tras las cuerdas vocales del adolescente, una tristeza indecible, como si Azrael, ángel de la medianoche y de la muerte, hubiera rozado ya con sus alas el rostro y el pecho del fatigado cantante.
— ¿Cavar? —Esta palabra, incomprensible para Komessarov, volvía como un leitmotiv a la conversación. La pregunta la formulaban los serbios, que se ponían las botas, ya bastante achispados. Y estalló como un globo hinchado de helio cuando un oficial le reveló, despejando cualquier ambigüedad, que los prisioneros musulmanes debían cavarse ellos mismos las tumbas antes de ser fusilados. E. Komessarov comprendió por fin que aquel «Cavar» significaba que el joven guitarrista estaba condenado a morir al final del jolgorio.
Cuando se disponía a salir a la madrugada, que era taciturna como pueden serlo en otoño en el centro de Bosnia, el escritor ruso E. Komessarov se detuvo en el umbral de la puerta del restaurante de Vogosca, en las alturas que dominan Sarajevo. Se volvió hacia el joven, que aún estaba sentado, con la cabeza gacha, ante la mesa manchada, y dijo: «Adiós, y no me juzgues por lo que has visto». Después se fue a dormir.

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