Cristina Peri Rossi. Habitaciones privadas.

febrero 4, 2015

Cristina Peri Rossi, Habitaciones privadas
Menoscuarto, 2012. 112 páginas.

Tenía ganas de leer a Cristina Peri Rossi y seguramente no tenía que haber empezado por este libro, escrito por la autora a sus 71 años y que incluye los siguientes relatos:

After hours
La redención
Se busca
Las tres eses
Carta blanca
HB2
Dormir de amor
Terapia
Como la chistera de un mago
La lección de zoología

Que se centran principalmente en relaciones amorosas / sexuales de muy diferente pelaje. Desde el cliente enamorado de un club de carretera al profesor universitario que habla sobre la excitación sexual. Matrimonios que no funcionan, parejas que se encuentran sin encontrarse, un catálogo de relaciones escrito con muy buen pulso. Uno de mis preferidos, Dormir de amor lo reproduzco al final.

Ya quisieran muchos con veinte años escribir como escribe la autora con setenta y uno. Más reseñas: «Habitaciones privadas», de Cristina Peri Rossi , Cristina Peri Rossi. Habitaciones privadas y CRISTINA PERI ROSSI: HABITACIONES PRIVADAS .

Calificación: Bueno.

Extractos:
Me asomé al balcón: vi a la humanidad medio en pelotas, y la verdad, no era un espectáculo muy reconfortante. Alguien había dicho alguna vez que el verano era la estación más vulgar del año. Sol, sangría y sexo, eso es lo que vendemos, pensó. Las tres eses. Si este país tuviera que vivir de otra cosa, seríamos subdesa-rrollados, tercermundistas. Todavía no entiendo por qué Fanny insistió tanto en que Álex viniera; el mayor está en alguna ciudad del norte, Estrasburgo o Edimburgo, lo mismo da, podría haberse ido con él. Fanny y yo nos habíamos prometido quince días de vacaciones tranquilas, una especie de segunda luna de miel. Nuestro matrimonio no va muy bien, pero ¿hay algún matrimonio que vaya bien? Entre la hipoteca, mi trabajo, el suyo (Fanny hace media jornada), los catarros, las hernias discales y los chicos, tenemos la sensación de que sólo compartimos problemas. Me pregunto si hay alguna otra cosa para compartir. Estoy un poco deprimido. Debe de ser porque, antes de trasladarme al piso de la playa, le dije a Helena que no follaríamos más. Fanny me preguntó dos veces si había otra mujer en mi vida y eso me mosqueó. No quería agregar problemas a nuestro matrimonio. No fue fácil decírselo, Helena lloriqueó un poco (la había visto lagrimear en otras ocasiones, no siempre se correspondía con el verdadero sufrimiento, que es interior y solitario) y yo me sentí culpable, pero algún día tenía que terminar. Todas las cosas terminan, por eso terminan las relaciones adúlteras, que están vivas, y no los matrimonios, que están muertos.


Dormir de amor
Se conocieron por casualidad en una convención de la empresa. Estaban reunidos en un gran hotel los directivos de todas las sucursales y las salas, muy iluminadas, tenían nombres un poco cursis, como Mediterráneo, Siboney, Embajador. «No eres nadie en este mundo si no asistes a media docena de convenciones anuales», dijo él, irónicamente, y a ella le gustaban los hombres con sentido del humor, especialmente si tenían los ojos verdes. Debían estar agradecidos porque se trataba de un hotel de lujo, con buen servicio de habitaciones, y no se les había ocurrido —como el año anterior— obligarlos a pasar dos días en un lugar apartado de la civilización, practicando deportes peligrosos —paintball y todo eso— para «crear sentido de equipo», como si fueran adolescentes en un camping o algo por el estilo.
Ambos lucían etiquetas blancas con sus nombres en las solapas, igual que los yogures o las galletas, pero estaban acostumbrados, facilitaba la identificación, y hasta algunos se sentían orgullosos, el nombre en letra impresa colgado de las solapas o del cuello del vestido les parecía una condecoración. «Esta es mi quinta convención en seis meses», dijo ella, pero no quería quejarse, era directora del Departamento de Producción, ganaba un buen sueldo, quizás dentro de unos años podría retirarse, ir al cine, leer, aquellas cosas que le gustaban verdaderamente. En la vida había que hacer un montón de cosas que no se deseaban para hacer alguna de las que se deseaban. Hubo orden de apagar los móviles durante la sesión de trabajo, que se prolongó hasta las once de la noche, porque estaban reunidos allí, en la sala Embajador de un lujoso hotel para escuchar los informes de cada sucursal. Sin cenar, porque cada hora de trabajo de uno de ellos le costaba mucho dinero a la multinacional y no iban a repartir bocadillos, además.
Cuando entraron a la misma habitación (la de ella, fue tácito acuerdo), se rieron, uno de los reglamentos de la empresa prohibía mantener relaciones íntimas entre los empleados, aunque vivieran en ciudades distintas, como les ocurría. «Creo que nos gusta un poco la transgresión, el riesgo», dijo él, aunque le gustaban muchas cosas más: las voluptuosas piernas cubiertas por medias negras, los senos bien formados que se adivinaban a través del escote, el corte de pelo, el color de la piel y la risa fácil, espontánea. «No sabía que me excitaba el peligro», confesó ella; estaba casada, hasta ahora sus aventuras eran de tipo profesional: asesora de inversiones, colocaba el dinero ajeno, se pasaba el día analizando inversiones.
La habitación era grande, tenía una amplia cama que ocupaba mucho espacio, casi obscena en su pre-
sencia soberana. Pero al principio, hicieron como si no la hubieran visto, un poco turbados. Él se dirigió al bar, sirvió dos gin tonic, abrió una bolsa de cacahuetes y otra de aceitunas, conectó el sonido inalámbrico, había cuatro cadenas, música clásica, ligera, jazz y retro. Eligió retro: a los cuarenta años era lo más seguro. «En las dos últimas noches, sólo he dormido cuatro horas», dijo él: el viaje, la agenda de trabajo, un contrato que había dado marcha atrás justo en el momento de la firma, y el cliente que pidió más informes, los clientes siempre tienen razón. «Yo, seis», contestó ella. ¿Por qué a su hijo de diez años se le había ocurrido romperse el peroné el día antes de la convención anual de todas las sucursales? «¿Tienes éxtasis o algo así?», preguntó él, revisando inútilmente en sus bolsillos. Éxtasis era lo que ella necesitaba: ya no recordaba cuándo había follado por última vez con su marido, quince minutos por reloj, pero eran minutos muy caros, minutos multinacionales. «No tengo nada por el estilo», respondió, hasta había dejado de tomar las pastillas anticonceptivas, consejo de la ginecóloga. Esperaba que él tuviera un condón. ¿Y si no lo tenía? Hacía muchos años que no follaba con música, ya no recordaba cuándo.
Se dio cuenta de que sin una raya no iba a funcionar. Era el cansancio, el maldito cansancio. Además, no tenía condones. ¿Cómo decírselo? Estaba muy bella, echada en la cama, aunque no sabía qué ocurriría si perdía el maquillaje. ¿El hotel no dispondría de un dispensador de condones? No era cosa de pedirlos por teléfono, como una taza de té o una ración de tarta. Y estaba demasiado cansado. Se echó mansamente a su lado. Intentó besarla, pero un inoportuno bostezo lo interrumpió, tuvo que contraer los músculos de la cara. Ella también parecía ojerosa, seguramente era la fatiga. Ahora, un dulce sopor lo invadía. Pensó que se trataba de la música, como una nana para arrullar a un niño, a un niño ejecutivo de una multinacional que tomaba decisiones importantes. Ella quiso decir algo, pero en realidad estaba agotada, y la música, relajante, la adormecía a su pesar. En un supremo esfuerzo, él consiguió cogerla de una mano, y ella se la entregó blandamente, cerrando los ojos. Así estaban bien, tomados de la mano, sin hablar, sin realizar un solo movimiento. El tiempo podía transcurrir —era un tiempo muy caro— pero ellos permanecían juntos, mecidos por el sueño como por una barca.

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