Rafael Chirbes. En la orilla.

octubre 14, 2015

Rafael Chirbes, En la orilla
Anagrama, 2013. 438 páginas.

Lo que iba a ser una reseña se convierte en un memorial, porque apenas acaba de leerme este libro cuando me enteré del fallecimiento de su autor. Anteriormente acababa de leer Crematorio, impresionante novela, que reseñaré en otra ocasión.

El libro es un retrato de la crisis centrada en el sector inmobiliario. El protagonista trabaja en la carpintería de su padre, pero con el boom de la construcción se animó a invertir con un promotor. El descalabro financiero le ha dejado en la ruina, ha tenido que despedir a los trabajadores y no parece tener mucho futuro.

El libro arranca con el descubrimiento de un cadaver, y lo que parece que será el detonante de los acontecimientos se deja aparcado durante el resto del libro hasta que vuelva a ser relevante. No sé por qué entendí que habría investigación por medio.

No es tan coral como Crematorio ni tan densa -aquella desgranaba historias en cada párrafo, esta repite conceptos en algunas páginas- pero la calidad narrativa es la misma y suficiente para aguantar el libro. El retrato de situaciones y personajes sigue siendo certero. Mi impresión es que, después del éxito de Crematorio, le apremiaron a escribir este libro y no le pudo dedicar tanto tiempo.

No hay esperanza en las páginas de esta orilla; no existen amigos y la familia son unos aprovechados. No creo que el mundo sea tan miserable y, si lo es, he tenido la suerte de vivir en un oasis. Algo que, sin duda, tengo que agradecer a mis padres.

No he encontrado reseñas de otras bitácoras, sólo estos comentarios de un taller: «En la orilla», de Rafael Chirbes, en el taller de novela. En el que también les llama la atención el nihilismo existencial y social.

Calificación: Muy bueno.

Hoy la cocaína carece de prestigio, se la ofrecen los joven-citos que dejaron el bachiller para meterse en la construcción y ahora están en paro: pasa al tigre, que la tienes puesta. Por supuesto, a mí no me la ofrecen, la edad, la imagen de hombre formal, a pesar de que la condición de soltero y solitario te rodea de cierta aura bohemia: esos muchachos no conocen nada de mi pasado, ni les interesa, en los pueblos pequeños se convive gracias a que se echan periódicas capas de olvido sobre las cosas que van pasando; de no ser así, la vida resultaría insoportable; yo, como cualquier viejo de mi edad, soy para ellos una foto fija, sin evolución, sedimento solidificado. Los viejos alcanzamos el estado de atemporalidad, somos un estado inmutable, no un ser cambiante, se supone que no hay etapas intermedias entre envejecer y morir, aunque transcurran decenios. Envejeces y a continuación mueres; si por casualidad ven una imagen tuya de cuando tenías sus años -tengo cuatro colgadas en la pared del despacho, una de ellas con una melena que me toca los hombros-, se extrañan de que te parezcas tanto a ellos. Joder, llevabas el pelo largo, y el niqui es la hostia de moderno. En esa foto, lo llevo, el niqui, sobre el que cae un pelo largo, claro y liso; y en otra que hay al lado llevo una camisa de lino ancha y abierta que muestra sobre el pecho un collar de dientes de tiburoncito y la medallita con la A encajada en una circunferencia, aquí vas como los hippies; y en ésta es en la que estás más joven, ¿qué tendrías?, ¿dieciocho años?, ¿veinte? Llevas el pelo y el traje como los Beatles, con el cuello cerrado. Se pusieron de moda esas chaquetitas. Por entonces lo llamábamos cuello Mao, por el que hizo la revolución en China, que llevaba un uniforme con el cuello así. ¿Qué no sabes quién es? ¿No lo has visto nunca en algún reportaje de la tele? Joder, si te parecías a Leonardo diCaprio, no me jodas que ése eres tú. Lo que has engordado. Lo que te ha cambiado la cara. Y el pelo, tenías buena mata y ahora estás calvorota. Pues claro, hijo, qué te crees, que siempre he tenido esta cara de hogaza y este tambor en la barriga. Lo malo es que la mayoría de los que entonces llevaban collares de dientes de escualo o de conchas o cuello Mao, se han muerto o los han matado o han pasado la edad de jubilación, tienen nietos o biznietos, hiperglucemia, triglicéridos, colesterol, tres bypass, un marcapasos, varices, próstata y artrosis. O se desvelan de madrugada pensando en si vencerá o no vencerá la quimioterapia al cáncer de colon. Son viejecitos como yo, hogazas de pan, morcillas hinchadas, o dobles de Drácula en una película de serie B, delgadez grisácea, o amarillenta, arrugas verticales cruzando el rostro; provisión de calvas, mellas, desproporcionados dientes falsos y canas. Próstatas destrozadas, las huellas de las sesiones de radioterapia inscritas en la falta de brillo de la mirada, y en el aguzamiento de esos ojos pequeños y espantadizos que miran con precaución no vayan a tropezarse con la muerte. Caras de judíos pasados por el Auschwitz de la medicina contemporánea.

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