Nnedi Okorafor. El libro de Fénix.

diciembre 29, 2023

Nnedi Okorafor, El libro de Fénix
Crononauta, 2022. 254 paginas.

Un anciano descarga sin querer un archivo de ordenadores antiguos que resulta ser los recuerdos de Fénix, una mujer acelerada fabricada en una de las torres en las que una empresa se dedica a crear organismos modificados con oscuros fines.

Lo leí para darle otra oportunidad a la autora y buff… no hay por donde cogerlo. Ya no es que no te creas el worldbuilding, que es un poco penoso. Es que la trama ni tiene destino ni coherencia. La protagonista haciendo cosas porque sí y tirando de deus ex machina como si no hubiera un mañana cuando en realidad no hace falta porque tampoco hay destino.

Algunas escenas me dieron, incluso, vergüenza ajena. Para hacer un buen libro no basta tocar temas comprometidos, hace falta organizarlos de alguna manera. Pero bueno, a la gente le está gustando. A mí no.

Malo.

Me alegré de quedarme a solas. Cada parte de mi cuerpo gritaba. De vida. De vida reciente. Estaba viva. Despierta. Ilesa. Podía moverme. Me latían las sienes con distintos dolores, como si un trozo de cristal me arañara la cabeza. Se me nubló la vista durante un momento.
Me acurruqué y parte de los escombros que me habían enterrado cayeron. Trozos de mármol blanco, fragmentos de hormigón, vigas de hierro partidas, cristales rotos. Todo pesaba, pero no me aplastaba. Lo aparté. Arranqué las enredaderas que habían crecido sobre mí. No había nadie cerca para oír los tintineos, crujidos y roces de los escombros rodando, deslizándose por mi cuerpo. Me levanté. Se me nubló la vista de nuevo y tropecé. No podía mantener el equilibrio, como si el mundo se inclinara hacia un lado. Di un paso y aplasté más cristal y unas florecitas con mi pie áspero. Di otro y me clavé en el talón un trozo de tubería que me hizo trastabillar otra vez. Luego todo pareció estabilizarse: la vista, mi forma de relacionarme con el mundo. «Bien», pensé.
Me enderecé, estirando los brazos, la espalda y las piernas. Me sentía un poco rara. Como si fuera yo, pero ¿quién era en realidad? Me observé. Estaba desnuda y cubierta de polvo. Seguro que parecía un fantasma. Pero estaba viva. Después de morir. Recordaba con intensidad lo de morir. «Me llamo Fénix», pensé. «No sé quién me puso ese nombre, pero acertó». Me enderecé más.
Me lamí la muñeca y sonreí. La piel seguía siendo marrón como la cáscara madura de un coco. Sí que era yo. Alta. Esbelta. De pechos grandes. De piernas fuertes. De pies largos. ¿Aún tendría ese punto marrón en el ojo izquierdo? ¿La marca de nacimiento en el muslo? ¿Conservaría la cicatriz en la barriga de cuando me hicieron una biopsia del hueso de la cadera? ¿La quemadura bajo la uña del pulgar izquierdo?
Empecé a quitarme el polvo con ahínco. Frotaba y frotaba. Los brazos. Las piernas. La barriga. La espalda. El pecho. Había tanto polvo que alcé una nube. Y entonces me quedé quieta. La brisa cálida me acariciaba el cuerpo y me quitaba el polvo.
La marca de nacimiento seguía en el muslo. La quemadura del pulgar había desaparecido. Me reía mientras me examinaba. El cielo nocturno era de color índigo con un poco de rojo; así solía verlo antes, pero ahora lo contemplaba con mis propios ojos, no a través de una ventana. Nunca había estado en el exterior hasta ahora. Y tampoco había visto las estrellas. Iría a verlas. Saldría de la ciudad. Me alejaría de la contaminación.

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