Marcos Giralt Torrente. El fin del amor.

abril 29, 2020

Marcos Giralt Torrente, El fin del amor
Páginas de espuma. 2011. 166 páginas.

Incluye los siguientes cuentos:

Nos rodeaban palmeras
Cautivos
Joanna
Última gota fría

Componen el libro cuatro excelentes cuentos, todos ellos narrados en primera persona. La construcción técnica de estas ficciones es impecable, la acción transcurre sin atropellos, fluyen, acercan al lector, le confrontan con las luces de una prosa inteligente. La exploración de los sentimientos está argumentada por unos personajes creíbles que no suenan a impostados, que no están de paso por las historias que protagonizan. Muchos cuentos adolecen de ese defecto, el de tener personajes poco capaces de protagonizar las historias que se les tejen. Marcos Giralt Torrente construye personajes precisos e inquietantes para unas acciones que parecen sencillas pero que encierran una notable complejidad.

De El final del amor

Recomendable.

Todo lo cual, debería haberme hecho más avezado de lo normal, no necesariamente un descreído cargado de inquina contra el mundo, ni una fiera con mis compañeros de colegio, pero sí uno de esos chicos que parecen conocer desde muy temprano los resortes con los que el mundo funciona; de los que se aburren en clase porque todo lo pillan a la primera y que andan siempre metiéndose en líos pero que consiguen que las culpas se las lleven otros: traviesos redomados que se convierten ante los adultos en consumados actores, vagos impenitentes que cuando las circunstancias lo exigen sorprenden con recursos inesperados. Ninguno de estos era mi caso. Yo era dócil y aniñado y más introvertido de lo conveniente. Se suponía que mis capacidades intelectuales eran las correctas, hacía mis tareas escolares, pasaba los cursos sin grandes problemas, pero debía esforzarme. No destacaba por nada, ni por mi rebeldía ni por mi inteligencia, si acaso por mi físico, que era espigado, y por mi afición a leer y a estar solo, que, más que afición, e/a algo a lo que las circunstancias me habían obligado.
Los inviernos, al lado de mi abuela, eran un hartazgo de monotonía. El Escorial, como todos los lugares de veraneo, tenía un mal invierno: la población menguaba y las calles, que en los meses cálidos estaban llenas de coches y peatones, se convertían en un decorado triste y gélido tras el que se alzaba amenazante el monasterio, sombra temida que, si bien constituía la seña de identidad del pueblo, su razón de ser, su origen y reclamo, albergaba intramuros el colegio donde estudiaba, uno de los más lúgubres de los que tengo noticia. La mayoría de mis condiscípulos estaban en régimen de internado, pero, aunque no fuera este mi caso, mi vida no se distinguía en exceso de la suya: mi encierro era similar. A diferencia de los afortunados que asistían al colegio público, a mí no me era posible demorarme a la salida en ningún corrillo ni enrolarme en ningún tipo de actividad extraescolar. Mi abuela me obligaba a ir directamente a casa, de donde ya no salía. Tanta rigidez no se justificaba solo por el frío o lo temprano que anochecía, ya que se mantenía igual de firme cuando los días se alargaban y el abrigo y los guantes y el gorro ya no eran necesarios. Solamente al terminar el curso a mediados de junio, y hasta que a mediados de septiembre empezaba el siguiente, me estaba permitido probar la libertad de la que otros chicos de mi edad disfrutaban siempre. A condición de no retrasarme a la hora de comer y de estar de vuelta a las ocho, podía pasear incansablemente por las calles e, incluso, aventurarme a salir al campo. Esos tres meses eran el único período del año en el que mi vida era de verdad plena.


Creo que debo enderezar el rumbo. Ni siquiera he mencionado dónde nos encontrábamos. Nos rodeaban palmeras. Atardecía. El paisaje estaba cubierto por una fina película lechosa, pero a través de ella todo brillaba con tonos rojizos: la tierra, los monos que nos habían seguido al dejar la playa, la cara de la gente, las rocas. No había una razón específica para nuestra presencia allí. Todas, ninguna. Quiero decir que podíamos estar en cualquier sitio. En otro continente, en otro mar. Pero no. Estábamos en una isla del índico africano a la que acabábamos de llegar desde una isla vecina. La que habíamos abandonado, favorecida por un pequeño aeródromo, tenía turismo y un floreciente comercio, mientras que la que nos acogía carecía casi de todo. Para llegar, habíamos alquilado una de las barcas de vela que los pescadores de la zona ponían a disposición de los turistas, generalmente para salidas de unas pocas horas. Más infrecuente era contratarlas, como nosotros, durante más de un día. Por esa razón, habíamos tenido que sumarnos a una excursión ya apalabrada. Disgustado, ni me había preocupado de conocer por anticipado el número de quienes vendrían con nosotros. Intentaba no considerarlos más que un imponderable que me proponía ignorar, reducir, si era posible, a la invisibilidad. Contemplando, sin embargo, por la mañana en el muelle, la curiosidad con la que nuestros compañeros de viaje se volvieron para mirarnos, había sentido por primera vez cierta inquietud. Podían surgir desavenencias, diferencias de criterio.

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