Leonora Carrington. Memorias de abajo.

febrero 2, 2023

Leonora Carrington, Memorias de abajo
Siruela, 2001. 188 páginas.
Trad. Francisco Torres Oliver.

Ya había reseñado Memorias de abajo, pero esta edición incluye algunos cuentos de La casa del miedo y El pequeño Francis (casi una novelita), además de contar con ilustraciones de Ernst, láminas con fotos de la autora y algún cuadro. Nos da una imagen más completa de la autora, aunque si lo que quieren es conocer su vida pueden leer la fabulosa Leonora.

Los cuentos van en la onda de los surrealistas, con historias parecidas a las primeras de Vian o algunas de Gómez de la Serna. Crean ambientes donde lo ilógico es la norma y en ocasiones son bastante desasosegantes, porque parece que te estén quitando continuamente el suelo de los pies. Son temas y tramas del siglo XIX pero cabeza abajo, como esos collages que hacía Ernst con grabados antiguos y que ya no significaban lo mismo.

Relatos que en pequeñas dosis gustan, pero que, personalmente, me acaban cansando.

Bueno.

El tío Sam Carrington
CADA vez que el tío Sam Carrington veía la luna llena no podía parar de reír. La puesta de sol tenía el mismo efecto en la tía Edgeworth. Entre los dos hacían sufrir mucho a mi pobre madre, que tenía una reputación que mantener.
A mis ocho años se me consideraba el miembro más serio de la familia. Mi madre se sinceraba conmigo y me dijo que era indignante que no la invitaran a nada y que lady Cholmendley-Bottom la evitara cuando se encontraban en la calle. Yo me sentí muy mal.
El tío Sam Carrington y la tía Edgeworth vivían en el primer piso de la casa, así que era imposible ocultar nuestra penosa situación. Durante varios días me pregunté cómo podría librar a mi familia de esta desgracia, hasta que ya no pude soportar la tensión y las lágrimas de mi madre, que me afectaban demasiado, y decidí buscar una solución por mi cuenta.
Un atardecer en que el sol se había vuelto de un rojo brillante y las risotadas de la tía Edgeworth eran especialmente escandalosas tomé un frasco de mermelada y un anzuelo y salí de la casa. En el camino iba cantando: “ven al jardín, Maud / que la noche, negro murciélago, ha volado”, para ahuyentar a los murciélagos. Mi padre solía cantar esa canción cuando no iba a misa, o bien una titulada “Siete con seis centavos me costó”. Cantaba ambas con igual sentimiento.
“Pues bien —pensé— el viaje ha comenzado y de seguro la noche traerá una solución. Si cuento los árboles hasta llegar a mi destino, no me perderé. Recordaré el número de árboles en el camino de regreso”. Pero se me olvidaba que sólo sabía contar hasta diez y todavía me equivocaba en esa cuenta. En poco tiempo ya había contado hasta diez muchas veces y estaba completamente perdida. Los árboles me rodeaban por todas partes. “Estoy en el bosque”, pensé, y tenía razón.
La luna llena brillaba intensamente entre los árboles, de modo que pude ver, a unos metros, el origen de un ruido inquietante. Eran dos coles que sostenían una terrible lucha y se arrancaban las hojas con tal ferocidad que en poco tiempo no quedó de ellas más que un montón de hojas despedazadas.
“No debo preocuparme”, me dije. “Es sólo una pesadilla”, pero en ese instante recordé que esa noche no me había ido a dormir, así que no podía ser un mal sueño. “Qué horror”, pensé.
Dejé atrás los cadáveres de las coles y seguí adelante. En el camino encontré a un amigo. Era el caballo que, años más tarde, iba a desempeñar un importante papel en mi vida.
—Hola —me dijo—. ¿Andas buscando algo?
Le expliqué el propósito de mi expedición nocturna.
—Veo que es un asunto complicado desde el punto de vista social —contestó—. Aquí cerca viven dos damas que se ocupan de esas cuestiones, se dedican a exterminar vergüenzas familiares. Son expertas en eso. Te puedo llevar con ellas, si gustas.
Las señoritas Cunningham-Jones vivían en una casa discretamente rodeada de plantas silvestres y ropa interior de tiempos pasados. En ese momento estaban en el jardín, jugando a las damas. El caballo asomó la cabeza entre las perneras de unos bombachos de 1890 y se dirigió a las mujeres.
—Haz pasar a tu amiga —indicó la dama sentada a la derecha, con un acento muy distinguido—. En pro de la respetabilidad, siempre estamos dispuestas a acudir al rescate.
La otra dama asintió con una elegante inclinación de la cabeza. Llevaba un sombrero inmenso decorado con una gran colección de especímenes hortícolas.
—Dime, querida, ¿tu familia desciende de nuestro querido y finado duque de Wellington? —preguntó, ofreciéndome una silla Luis XV—. ¿O de sir Walter Scott, ese noble aristócrata de obra literaria tan pura?
Me sentí algo avergonzada. No había aristócratas en mi familia. Ella notó mi confusión y dijo con la sonrisa más encantadora:
—Jovencita, debes saber que aquí solamente atendemos asuntos de las familias más nobles y antiguas de Inglaterra.
Por fin se me ocurrió qué decir y la cara se me iluminó.
—En el comedor de mi casa…
El caballo me dio una coz en el trasero.
—Nunca menciones algo tan prosaico como la comida — susurró.
Por fortuna, las damas eran algo sordas. De inmediato corregí:
—En nuestro salón —proseguí apuradamente— hay una mesa en la que, según me cuentan, una duquesa olvidó sus impertinentes en 1700.
—En ese caso —afirmó una de las damas—, tal vez podamos arreglar tu situación. Aunque los honorarios serán altos, naturalmente.
—Espéranos aquí por unos minutos y te daremos lo que necesitas. Mientras, puedes ver las ilustraciones de este libro. Es instructivo e interesante. Ninguna biblioteca está completa sin él: mi hermana y yo hemos vivido guiándonos por su admirable ejemplo.
El título del libro era Secretos de las flores del refinamiento o la vulgaridad de la comida.
En cuanto las damas se alejaron, el caballo preguntó:
—¿Puedes caminar sin hacer ruido?
—Por supuesto —repliqué.
—Vayamos a verlas trabajar —propuso—. Pero si valoras tu vida, evita hacer ruido.
Las mujeres estaban en el huerto, que se encontraba en la parte trasera de la casa, rodeado por una alta barda de ladrillo. Trepé al lomo del caballo y así pude ver una escena insólita: las señoritas Cunningham-Jones, cada una provista de un enorme látigo, daban azotes a las hortalizas a diestra y siniestra, gritando:
—¡Hay que sufrir para ir al cielo! ¡Las que no lleven corsé jamás serán admitidas!
Las verduras, por su parte, peleaban entre ellas, y las más grandes arrojaban a las más pequeñas hacia las damas, con chillidos de odio.
—Siempre es así —comentó el caballo en voz baja—. Los vegetales deben sufrir por el bien de la sociedad. Ahora verás cómo atrapan alguno para sacrificarlo por tu causa.
Las hortalizas no se veían muy dispuestas a una muerte honorable, pero las damas eran más fuertes que ellas, y pronto dos zanahorias y una calabacita cayeron en sus manos.
—Rápido —urgió el caballo—, tenemos que regresar.
Apenas habíamos vuelto a nuestro sitio frente al ejemplar de La vulgaridad de la comida, cuando las damas reaparecieron, luciendo tan dignas y serenas como antes. Me entregaron un paquete con las verduras y yo les pagué con el frasco de mermelada y el anzuelo.

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