Walter Tevis. Sinsonte.

febrero 1, 2023

Walter Tevis, SInsonte
Impedimenta, 2022. 350 páginas.
Tit. or. Mockingbird. Trad. Jon Bilbao.

En un futuro distópico la humanidad languidece con todas sus necesidades cubiertas por un ejército de robots que mantienen la economía en marcha y a los seres humanos viviendo sin ningún objetivo más allá de las drogas y el sexo. Spofforth es el último androide de clase 9, ha vivido cientos de años y sólo quiere morir. Paul Bentley es un humano que ha aprendido a leer por su cuenta y no sabe que es el único. Mary Lou es una rebelde que vive en el zoo. Tres caminos destinados a encontrarse.

Se escribió en 1980 y la traducen ahora, 42 años después (excelentemente traducida por Jon Bilbao). A pesar de que su novela el buscavidas es la base de la película El color del dinero y que otra de sus novelas, El hombre que cayó a la tierra también se llevó al cine protagonizada por David Bowie. Ha tenido que ser el éxito de la serie Gambito de dama basada también en un texto suyo el que haya dado el empujón necesario para editarlo.

Se mueve en las mismas coordenadas que Farenheit 451 o Un mundo feliz. La ciencia ficción es una excusa para plantear un mundo crepuscular que da mucho juego. Trama solida y bien construida, personajes atractivos y momentos que a cualquier lector le pondrán la piel de gallina ¡El primer humano que aprende de nuevo a leer! ¡Con qué hambre se lanza ante cualquier volumen que se encuentra en el camino! ¡Y cómo empatizamos con él!

Quizás no sea una obra maestra de la ciencia ficción, pero no merecía el olvido en el que estaba. Que la traducción sea moderna también ayuda a leerlo con ojos actuales. Personalmente me ha gustado mucho más que algunos libros actuales.

Muy bueno.

—Decano Spofforth —dijo Bentley—, ¿podré impartir el curso?
Spofforth lo contempló pensativo por espacio de un momento, y luego dijo:
—No. Lo lamento. Pero en esta universidad no deberíamos enseñar a leer.
Bentley se puso en pie con torpeza.
—Lo siento —dijo—, pero yo pensaba…
—Siéntese, por favor, profesor Bentley —dijo Spofforth—. Creo que podremos dar utilidad a sus conocimientos este verano.
Bentley volvió a tomar asiento. Estaba visiblemente nervioso; Spofforth era consciente de que su presencia resultaba apabullante.
Spofforth se reclinó en la silla, se estiró y sonrió amigablemente a Bentley.
—Dígame, ¿cómo aprendió a leer? —preguntó.
El hombre se quedó mirándolo mientras parpadeaba. A continuación, dijo:
—Con unas tarjetas. Tarjetas para aprender a leer. Y cuatro libros pequeños: El lector principiante; Roberto, Consuela y su perro Biff y…
—¿Dónde consiguió todo eso? —preguntó Spofforth.
—Fue extraño —dijo Bentley—. La universidad tiene una colección de películas porno antiguas. Yo estaba buscando material para un curso cuando me encontré con una película vieja dentro de una caja precintada. Con ella estaban los cuatro libros y el juego de tarjetas. Cuando proyecté la película vi que no se trataba de porno ni mucho menos. En ella aparecía una mujer que se dirigía a unos niños en un aula. Detrás había una pared negra, sobre la que la mujer trazaba marcas blancas. Por ejemplo, ella trazaba lo que luego aprendí que era la palabra «mujer», y a continuación todos los niños decían a la vez «mujer». Repitió lo mismo con «profesor», «árbol», «agua» y «cielo». Me acordé de que al examinar las tarjetas había visto el dibujo de una mujer. Debajo figuraban las mismas marcas que ella había hecho. En la película salían más dibujos, más marcas blancas sobre la pared negra, más palabras pronunciadas por la profesora y por los alumnos. —Bentley parpadeó varias veces al recordar—. La profesora llevaba un vestido de color azul y tenía el pelo blanco. Parecía sonreír todo el tiempo.
—¿Y qué hizo usted después? —preguntó Spofforth.
—Bueno. —Bentley meneó la cabeza, como si tratara de desembarazarse del recuerdo—. Proyecté la película una y otra vez. Me tenía fascinado, me fascinaba lo que mostraba. Me parecía que era… que era… —Se detuvo, incapaz de dar con la palabra adecuada.
—¿Importante? —preguntó Spofforth.
—Sí. Importante. —Bentley miró a Spofforth un instante a los ojos, contraviniendo la norma de Cortesía Preceptiva. Apartó la vista dirigiéndola hacia la ventana, al otro lado de la cual los estudiantes colocados seguían sentados en silencio, asintiendo de cuando en cuando.
—¿Y luego? —preguntó Spofforth.
—Proyecté la película de cabo a rabo, hasta perder la cuenta. Poco a poco empecé a comprender, como si lo hubiera sabido desde el primer momento, pero sin saber que lo sabía, que la profesora y los alumnos miraban las marcas y decían las palabras que las marcas representaban. Las marcas eran como retratos. Retratos de palabras. Era posible mirarlas y decir las palabas en alto. Más adelante aprendí que se pueden mirar las marcas y oír las palabras en silencio. Las mismas palabras y otras similares aparecían en los libros que había encontrado.
—Y entonces ¿aprendió usted a comprender otras palabras? —dijo Spofforth. Su voz era neutra, serena.
—Sí. Me llevó mucho tiempo. Tuve que darme cuenta de que las palabras se componen de letras. A las letras les corresponde un sonido, siempre el mismo. Era placentero descubrir lo que los libros podían decir dentro de mi cabeza… —Bajó la vista al suelo—. No me detuve hasta haber aprendido todas y cada una de las palabras de los cuatro libros. Fue más tarde, después de encontrar tres libros más, cuando supe que lo que estaba haciendo se llamaba leer.
Se quedó en silencio y, tras unos instantes, alzó con timidez la mirada hacia Spofforth.
Spofforth lo contempló largo rato y a continuación asintió levemente.
—Entiendo —dijo—. Bentley, ¿ha oído usted hablar de las películas mudas?
—¿Películas mudas? —dijo Bentley—. No.
Spofforth sonrió brevemente.
—No creo que mucha gente sepa lo que son. Son muy antiguas. Gran cantidad de ellas se descubrieron hace poco, durante una demolición.
—Ah, ¿sí? —preguntó Bentley con educación, sin entender nada.
—El problema con las películas mudas, profesor Bentley —dijo Spofforth despacio— es que lo que dicen los actores no se oye, sino que aparece por escrito. —Sonrió de nuevo, cortésmente—. Para comprenderlo, hay que saber leer.

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