Álvaro Cunqueiro. Vida y fugas de Fanto Fantini.
Ediciones Orbis, 1984. 188 páginas.
Houdini metafísico
Ando a la caza de cuanto libro puedo encontrar de Álvaro Cunqueiro, porque cuanto más conozco de este autor menos me explico lo poco conocido que es. Explotando una vertiente se un realismo mágico muy particular y anterior al popularizado por García Márquez sus libros son originales y frescos.
Según explicaba el propio Cunqueiro en la entrevista que le hacían en el programa A Fondo la idea surge de una línea de un libro antiguo, único sitio donde se nombra a Fanto Fantini y sus extraordinarias fugas. A la imaginación del autor debemos la invención de las diversas fugas y las vidas de quienes rodearon a este extraordinario personaje, incluyendo la de su caballo Lionfante.
Fantini es capaz de escapar gracias a recursos extraordinarios. Puede conseguirse de la mano de un espectro, y por eso seduce a Dama Diana. En una celda aislada sin comida ni agua siempre cabe la esperanza de la salvación. Incluso en una prisión geométrica contruída en oro es posible encontrar una salida.
Un libro como éste es de difícil catalogación; el estilo de Cunqueiro es muy personal y aunque se le pueda relacionar con el surrealismo y tenga ecos del realismo mágico de un Carpentier, su voz tiene un acento propio. Un autor que no hay que dejar de lado.
Caminaban sin prisa hacia Florencia, contando con llegar a la ciudad del Arno la víspera de San Juan, que es cuando se corren los caballos y se hacen muestras de doma. Exigía también su pausa la yegua «Artemisa», que Fanto montaba, porque los muchos años le ponían un espasmo en la mano de cabalgar. Junio amanecía todos los días con sol, con bandadas de palomas en el aire, y el cuco agorero en los bosques. El cavaliere Capovilla le iba explicando a su pupilo las batallas que se dieron antaño en aquellas colinas, campos y vados, las más entre guelfos y gi-belinos, con marchas y contramarchas, trompetería y banderas al viento, y le contaba de las familias que vivían en los almenados castillos, casi todos visitados alguna vez por el crimen.
—Aquella torre fue de los Bracciaforte —contaba el signor Capovilla, indicándole a Fanto una que en un espolón sobre el río se alzaba octogonal, rodeado de una docena de pequeñas casas cuyos rojos tejados asomaban por entre las copas de los cipreses—, que eran los más avaros de los toscanos, siempre buscando donde meter el oro que atesoraban, que no lo vieran ni el sol ni la luna, y uno de ellos, llamado Latino Bracciaforte dal Piccino, porque no lo heredase un primo que tenía, que era su único pariente, se aconsejó con un médico judío que purgaba en Siena en menguante contra la doctrina de Padua, y por receta de éste puso en polvo todo el oro de la familia, y cuatro veces al día, bebía una ración de él con leche de cabra, y el messer Isaac de Siena le fabricara un compuesto sutil que no dejaba salir el oro del cuerpo, ni por orina ni por mayores, que quedaba chapándole las interioridades. El día en que tomó la última onza áurea, murió Ser Latino de repente, y el primo, que era un Mon-tefosco de Malapredda, que son todos tuertos del derecho y zurdos, desde una abuela galicosa que tuvieron, tuvo el soplo de la muerte (hay quien dice que por un cuervo que amaestrara de correo), y se presentó en la torre con un esquilador que tenía un juego de raspadores catalanes comprados en la feria de Tortosa, y ambos se encerraron con el cadáver en una cuadra, y al cabo de dos días dieron por terminado el raspado del estómago y del triporio, limpiándolas del oro allí acumulado, que estaba dispuesto como escamas de pez, y fundido dio siete libras genovesas. Relucían los lingotes, pero hedían como si fuese excremento humano y hubo que fundirlos varias veces, y el Montefosco se pasaba las mañanas lavándolos con lirio de Pisa y aguas de anís, para que los banqueros florentinos no descubriesen que aquel era el oro del último Bracciaforte.
Un comentario
Comparto tu entusiasmo por Cunqueiro. Me parece un escritor espléndido. Y sus artículos periodísticos son también canela en rama.
Un saludo,
Francisco