Salamandra, 2010. 286 páginas.
Tit. or. Her diner. Trad. Marta Arguilé Bernat.
Dos matrimonios han quedado para cenar. Tienen que hablar de un problema con sus hijos. El restaurante es caro, porque el marido de uno de los matrimonios es candidato a primer ministro. Durante la cena irán surgiendo fantasmas del pasado que enlazan con el asunto que los ha juntado.
Quien me lo prestó me avisó de que no era gran cosa, y eso ha hecho que lo vea con mejores ojos de los que quizá merezca. La primera parte está muy bien, mejor de lo que esperaba. Es a partir de la mitad del libro donde está más flojo, tanto en la escritura como en la organización de los temas que se tratan. De repente se amontonan demasiados hilos de trama, algunos que no encajan demasiado bien y otros que se resuelven de un plumazo y quizás hubieran necesitado más tiempo.
Pero es mi opinión, el libro ha vendido lo que no está escrito y se ha llevado muchos premios. También, como lector, hago una interpretación a la contra de todos los protagonistas que espero que fuera también la intención del escritor (sobre todo por como carga las tintas al final).
No está mal.
En realidad, sólo me quedaba una salida: poner por los suelos la película de Woody Allen. Sería muy sencillo, ya que presentaba suficientes puntos débiles que, si bien no importaban demasiado si la película te gustaba, podías esgrimir en caso de necesidad para criticarla. Al principio, Claire frunciría el cejo pero, con un poco de suerte, después comprendería mi objetivo: que mi traición a nuestra opinión favorable sobre la película estaba al servicio de la lucha contra la cháchara vana e insustancial sobre el cine en general.
Iba a coger mi copa de Chablis con la intención de beber un sorbo con aire pensativo antes de poner en práctica mi plan cuando se me ocurrió otra salida posible. ¿Qué había dicho aquel imbécil sobre Scarlett Johansson? Que esa «tía» podía llevarle el desayuno cuando quisiera. No sabía lo que Babette pensaba sobre esa clase de comentarios masculinos, pero Claire se mosqueaba en cuanto los hombres se ponían a hablar de «culos bonitos» y «un buen par de tetas». No me percaté de su reacción cuando mi hermano dijo lo de que Scarlett Johansson le trajera el desayuno porque en ese momento lo estaba mirando a él, pero en realidad no me hacía falta.
Últimamente, me daba la impresión de que a veces Serge perdía perspectiva, que se creía en serio que las Scarletts Johansson de este mundo estarían encantadas de llevarle el desayuno. Yo sospechaba que Serge miraba a las mujeres del mismo modo que a la comida, en especial la comida caliente de cada día. Ya era así de joven, y en realidad no ha cambiado nada. «Tengo hambre», dice cuando tiene hambre. Aunque se encuentre en plena naturaleza, lejos del mundo habitado, o conduciendo por la autopista entre dos salidas. «Sí —le respondo yo entonces—, pero ahora no tenemos nada para comer.» «Pero tengo hambre ahora —insiste él—. Tengo que comer algo ya mismo.» Era un poco penosa aquella estúpida determinación suya que lo hacía olvidarse de todo lo demás —de su entorno, de la gente que lo acompañaba—, para centrarse exclusivamente en un único objetivo: saciar el hambre. En momentos así me recordaba a un animal que tropieza con un obstáculo: un pájaro que no comprende que el cristal de la ventana es un material duro y sigue estrellándose contra él una y otra vez.
Y cuando por fin se nos presentaba la oportunidad de comer, daba lo mismo lo que fuese. Serge comía como uno llena el depósito del coche: masticando con rapidez y eficiencia el panecillo de queso o el pastel relleno de crema de almendras, para que el combustible llegase al estómago lo antes posible; porque sin combustible no se puede ir a ninguna parte. La pasión por el arte culinario propiamente dicho no le sobrevino hasta mucho más tarde. Sucedió como con la enología: llegado cierto momento, consideró que era lo apropiado. Pero la rapidez y la eficiencia no han cambiado un ápice: a día de hoy, sigue siendo siempre el primero en acabar.
Daría una fortuna por ver y oír, al menos una vez, lo que sucede en el dormitorio de Serge y Babette. Aunque otra parte de mí se opone rotundamente a ello y daría la misma fortuna por no tener que presenciarlo jamás.
«Necesito follar.» Y entonces Babette le dice que le duele la cabeza, que tiene la regla o, sencillamente, que esa noche no quiere saber nada de su cuerpo, sus brazos, sus piernas, su cabeza, su olor. «Pero es que necesito follar ahora.» Intuyo que mi hermano folla igual que come, que se cuela dentro de su mujer tal como se zampa uno de esos enormes bocadillos de croqueta, y después el hambre queda saciada.
—Así que te pasaste todo el rato mirándole las tetas a Scarlett Johansson —dije, más groseramente de lo que había pretendido—. ¿O te referías a otra cosa con lo de obra maestra?
Sobrevino uno de esos silencios portentosos que sólo se oyen en los restaurantes: una conciencia repentinamente más nítida de la presencia de los demás, el ruido y tintineo de los cubiertos de las treinta mesas restantes, unos segundos de calma total durante los cuales los sonidos de fondo pasan a primer plano.
Lo primero que rompió el silencio fue la risa de Babette; miré a mi esposa, que me observaba atónita, y después miré de nuevo a Serge, que también intentaba reírse, aunque sin sentimiento y, por si fuera poco, con la boca llena.
—Vamos, Paul, no te hagas el santo —logró decir—. La verdad es que está muy buena. Un hombre tiene ojos en la cara, ¿no?
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