Etgar Keret. Avería en los confines de la galaxia.

noviembre 2, 2023

Etgar Keret, Avería en los confines de la galaxia
Siruela, 2019. 224 páginas.
Tit. or. Fly already. Trad. Ana María Bejarano.

Los relatos de este volumen, a diferencia de los de La chica sobre la nevera, juegan menos con el componente mágico o fantástico y más con el cotidiano y emocional, aunque algunos (como el que da comienzo al libro sobre un hombre bala de casualidad, o Escala, una habitación con un inquilino inquietante) tengan algo de ese componente.

En general todos son bastante redondos y más maduros que aquellos. Cierto es que se ha colado alguno flojo, pero la calidad general es bastante notable. El que dejo de muestra es bastante representativo. Una pareja que soluciona sus problemas a través de un perro bastante problemático, un monitor de guardería que conoce a una abogada cuando se fuma su porro del atardecer o unos huérfanos enfermos que tienen que superar un examen para poder salir de la institución son algunas de las tramas que siempre nos dejan un regusto de amargura y nostalgia.

Definitivamente Keret es un cuentista de primera línea.

Muy recomendable.

No lo haga

Pit-Pit lo ve primero. Estamos yendo al parque para jugar a la pelota, cuando de repente dice:

—¡Mira, papá!

Tiene la cabeza echada hacia atrás, y los ojos, que entrecierra hasta convertirlos en un par de rendijas, miran algo por encima de mí, y, antes de que me dé tiempo a empezar a imaginarme una nave espacial extraterrestre o un piano que esté a punto de caernos en la cabeza, tengo la firme corazonada de que aquí está pasando algo muy grave. Pero, cuando me vuelvo hacia donde mira Pit-Pit, solo veo un edificio feo de cuatro plantas que, recubierto de un grueso estucado y de aparatos de aire acondicionado, dirías que padece una enfermedad en la piel. El sol, posado justo en lo alto del edificio, me deslumbra un poco, y, antes de que haya conseguido mejorar el ángulo de visión, le oigo decir a Pit-Pit:

—Quiere volar.

Es entonces cuando distingo la silueta de un hombre con una camisa blanca, de pie, subido al muro que rodea la azotea y mirando hacia abajo, directamente hacia mí, y oigo a Pit-Pit susurrar a mi espalda:

—¿Es un superhéroe?

Pero, en vez de responderle, le grito al hombre:

—¡No lo haga!

El hombre se limita a mirarme fijamente. Así que le vuelvo a gritar:

—¡No lo haga, por favor! Sea lo que sea lo que le haya hecho subir ahí, seguro que le parece que no tiene solución, pero sí la tiene. Si ahora salta, se irá con la sensación de que no había otra salida, y ese será el último recuerdo que le quede de esta vida. Ni la familia, ni el amor. Solo recordará la derrota. Mientras que, si se queda, le juro, por lo que más quiera, que todo el dolor y la desesperación que ahora siente empezarán a desaparecer y de aquí a unos años todo lo que le quedará de eso será una divertida anécdota que le contará a la gente tomándose unas cervezas, la historia de cómo un día usted quiso saltar de la azotea de un edificio y un hombre que había abajo le gritó que…

—¿Qué? —me grita de vuelta el hombre señalándose la oreja.

No me oye, según parece, por el ruido de la calle. O puede que no sea por el ruido, porque yo he oído perfectamente su «¿qué?». A lo mejor es que no oye bien, que tiene problemas de oído. Pit-Pit, que ahora me abraza la cintura sin conseguir rodeármela al completo, como si yo fuera un gigantesco baobab, le grita al hombre:

—¿Tiene usted poderes sobrenaturales?

Y el hombre vuelve a señalarse el oído, como si no consiguiera oírnos, y grita:

—¡Estoy harto! ¡Basta! ¡No aguanto más!

Pit-Pit entonces le vuelve a gritar, como si estuvieran manteniendo la conversación más natural del mundo:

—¡Vuele ya de una vez! ¡Venga! ¡Vuele!

Y a mí me entra una angustia espantosa, esa que te asalta cuando sabes que ahora ya todo depende solo de ti.

Me pasa mucho en el trabajo. Y con la familia también, aunque menos. Como entonces, cuando estábamos yendo a Sahne y se me bloquearon las ruedas al ir a frenar. El coche empezó a patinar por la carretera mientras me decía a mí mismo: «O solucionas esto o se acabó». Aquella vez, en Sahne, no conseguí solucionarlo y tuvimos un accidente bien grave. Liat, la única que no llevaba el cinturón abrochado, murió, y yo me quedé solo con los niños. Pit-Pit tenía entonces dos años y apenas sabía decir nada, pero Noam no dejaba de preguntarme: «¿Y mamá cuándo vuelve? ¿Cuándo vuelve mamá?». Y estoy hablando de mucho después del entierro. Entonces tenía ocho años, que es una edad a la que se supone que ya entiendes que alguien se ha muerto, pero no dejaba de preguntar. Y yo, que —sin que me hicieran falta todas aquellas preguntas— sabía que había sido por mi culpa, quise acabar con todo. Igual que el hombre de la azotea. Pero salí adelante. Tanto que hoy hasta ando sin muletas, vivo con Simona y soy un buen padre. Todo eso se lo quiero contar al hombre de la azotea; quiero decirle que sé perfectamente cómo se siente ahora, que, si no se estampa contra la acera como un trozo de pizza, todo pasará. Se lo garantizo. No hay un solo ser humano en este planeta azul que haya caído tan bajo como caí yo. Lo único que tiene que hacer es quitarse de ahí y darse tiempo (una semana. Un mes. Incluso un año, si fuera necesario).

Pero ¿cómo se le hace entender todo eso a alguien que es medio sordo? Y entretanto Pit-Pit me tira del brazo y dice:

—Hoy no va a volar. Venga, papá, ven. Vámonos al parque, antes de que se haga de noche.

Pero yo me quedo allí clavado y grito con todas mis fuerzas:

—Las personas mueren todo el tiempo, como moscas, sin necesidad de que nos matemos. ¡No lo haga! ¡Por favor, no lo haga!

El hombre de la azotea asiente con la cabeza. Parece que esta vez sí ha oído algo de lo que le digo, porque me vuelve a gritar:

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe que ella ha muerto?

Siempre hay una mujer que muere, quiero gritarle. Siempre. Y, si no muere ella, muere otro. Pero eso no lo va a hacer bajar de ahí, así que, en vez de eso, digo a voz en grito:

—Aquí hay un niño —y señalo a Pit-Pit— que no tiene por qué ver estas cosas.

Pero Pit-Pit, a mi lado, exclama:

—¡Sí que quiero verlo! ¡Sí quiero! Venga, vuele ya de una vez antes de que se haga oscuro.

Estamos en diciembre y la verdad es que oscurece muy pronto. Si salta, también esta vez recaerá sobre mi conciencia. Irene, la psicóloga de Maccabi, volverá a mirarme con su cara de «cuando termine ahora contigo, por fin me voy a casa», y me repetirá: «no es culpa tuya; tienes que meterte eso en la cabeza». Y yo asentiré sabiendo que al cabo de un par de minutos se acabará la sesión porque ella se tiene que ir a buscar a su hija a la guardería, pero eso no cambiará nada, porque también cargaré sobre mi conciencia con este hombre duro de oído, junto con Liat y el ojo de cristal de Noam. Tengo que salvarlo.

—¡Espéreme ahí —le grito con todas mis fuerzas—, un minuto, que subo y hablamos!

Y él me grita desde arriba:

—¡No puedo vivir sin ella! ¡No puedo!

—¡Un momento! —le insisto yo, para luego dirigirme a Pit-Pit y decirle—: Ven, cariño, que vamos a subir a la azotea.

Pero Pit-Pit me dice un dulce «no» con la cabeza, como siempre que quiere que yo claudique, y me advierte:

—Si vuela, lo vamos a ver mucho mejor desde aquí.

—No va a volar —le aseguro—, por lo menos no hoy. Venga, vamos a subir; será solo un momento. Es que papá le tiene que decir una cosa a ese señor.

—Pues grítaselo desde aquí —se empecina Pit-Pit.

Su brazo se me escurre de la mano y veo que se tumba en la acera, igual que cuando se nos tira al suelo a Simona y a mí en el centro comercial.

—Te echo una carrera hasta la azotea —le digo—. Si conseguimos llegar de un tirón sin parar ni una sola vez, nos ganamos, de premio, un helado cada uno.

—Yo quiero el helado ahora —lloriquea Pit-Pit, revolcándose en la acera—, ¡ahora!

Pero ya no tengo tiempo para tanta tontería, así que lo cojo en brazos. Él se retuerce berreando, aunque no le hago ni caso y echo a correr hacia el edificio.

—¿Qué le pasa al niño? —oigo gritar al hombre desde arriba.

No le contesto, sino que me meto a toda velocidad en el portal. Puede que la curiosidad lo frene, puede que solo por eso no salte y me espere.

El niño pesa. Es dificilísimo subir todas esas escaleras con un niño de cinco años y medio en brazos, y en especial tratándose de un niño que no quiere subir. Al llegar al tercer piso me quedo sin resuello. Una vecina pelirroja y gorda abre la puerta solo una rendija y me pregunta a quién busco, porque, según parece, ha oído los gritos de Pit-Pit, pero no le hago ni caso y sigo subiendo las escaleras; aun suponiendo que le hubiera querido decir algo, tampoco habría podido, porque me falta el aire.

—Arriba no vive nadie —me grita—; solo está la azotea.

Al decir «azotea» se le quiebra la voz chillona que tiene y entonces Pit-Pit grita, bañado en lágrimas:

—¡Ahora! ¡Quiero el helado ahora!

Al llegar arriba me encuentro sin ninguna mano libre para abrir la puerta acordeón que se supone que lleva a la azotea, porque tengo las manos llenas de Pit-Pit, que no deja de patalear, así que le doy una patada con todas mis fuerzas, y se abre. La azotea está vacía. El hombre, que hace un momento estaba subido al muro que hace de barandilla, ya no está. No nos ha esperado. No ha esperado para averiguar por qué gritaba el niño.

—Ha volado —solloza Pit-Pit entre mis brazos—. ¡Ha volado y nos lo hemos perdido! ¡Por tu culpa!

Me acerco a la barandilla. Puede que se haya arrepentido y haya vuelto a entrar en el edificio, intento convencerme a mí mismo. Aunque no me lo creo. Sé que está ahí abajo, tendido en la acera en una postura extraña. Lo sé. Y llevo en brazos a un niño que no puede verlo. Simplemente, no debe, porque le supondría un trauma para toda la vida, y ya tiene uno, así que no necesita otro más, pero, a pesar de todo, los pies me llevan hasta el borde de la azotea. Es como rascarse una herida. Como cuando te pides una copa más de Chivas aunque sabes que ya has bebido demasiado, como conducir cuando sabes que estás cansado, tan cansado. Cuando estamos ya muy cerca del borde, empieza a notarse la altura. Pit-Pit se calla y puedo oír la respiración acelerada de los dos y las sirenas de las ambulancias a lo lejos, como si me dijeran: «¿Qué sentido tiene? ¿Para qué verlo? ¿Crees que algo va a cambiar? ¿Va a servir de algo?». Y de repente oigo detrás de mí la potente voz de la vecina pelirroja gritando:

—¡Suéltelo!

Me vuelvo hacia ella sin entender del todo qué es lo que quiere.

—¡Suéltame! —grita también Pit-Pit.

Le encanta cuando un desconocido se entromete.

—No es más que un niño —sigue hablando la pelirroja, y al instante la voz se le quiebra y ablanda. Está al borde de las lágrimas. El ulular de las sirenas se acerca cada vez más y la pelirroja empieza a avanzar hacia mí.

—Sé que está usted sufriendo —me dice—. Sé que todo es muy difícil. Lo sé. Créame.

Su voz denota un dolor tan profundo que hasta Pit-Pit deja de retorcerse y la mira hipnotizado.

—Míreme a mí —susurra la pelirroja—. Estoy gorda y sola. Yo también tuve un hijo. ¿Tiene usted idea de lo que es que se le muera a una un hijo? ¿Pero se da usted cuenta de lo que va a hacer?

Pit-Pit sigue en mis brazos y se abraza a mí con fuerza.

—Mire qué niño más dulce —continúa ella, tan cerca ya de nosotros que estirando su gordezuela mano le acaricia el pelo a Pit-Pit.

—Aquí había un señor —dice Pit-Pit, y le clava sus hermosos ojos castaños, los ojos de Liat—. Había aquí un señor, pero ha volado. Y por culpa de papá no lo hemos visto.

Las sirenas se detienen justo bajo nosotros. Doy un paso más en dirección al muro de la barandilla y la sudorosa mano de la pelirroja agarra la mía.

—No lo haga, por favor —exclama—; por favor, no lo haga.

Le compro a Pit-Pit una bola de vainilla en vasito de plástico. Yo elijo pistacho y chips de chocolate en cucurucho de oblea. La pelirroja se pide un batido de chocolate. Todas las mesas de la heladería están sucias, así que limpio una para nosotros con una servilleta. Pit-Pit se empeña en probar el batido, y ella le da un poco. También se llama Liat. Es un nombre común. No sabe nada de Liat ni del accidente. No sabe nada. Ni yo de ella. Excepto que perdió un hijo. Cuando salíamos del edificio justo metían el cadáver del hombre en la ambulancia. Por suerte estaba ya cubierto por una sábana blanca. Una imagen menos de cadáver en la cabeza. El helado está demasiado dulce para mí, pero a Pit-Pit y a la vecina se les ve contentos. Pit-Pit sostiene el vasito de plástico con una mano, y tiene la otra extendida hacia el batido de la pelirroja. Siempre hace eso. No sé por qué. ¿Si ya tiene un helado, para qué quiere más? Abro la boca para decírselo, pero la pelirroja me hace señas de que no pasa nada y le da el vaso casi vacío de su batido. Su hijo está muerto, mi mujer está muerta, el hombre de la azotea está muerto.

—Mire qué ricura —susurra, cuando Pit-Pit se esfuerza por sorber por la pajita la última gota del batido de ella.

La verdad es que es una ricura de niño.

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