Santiago Lorenzo. Tostonazo.

noviembre 1, 2023

Santiago Lorenzo, Tostonazo
Blackie Books, 2022. 194 páginas.

Un joven sin oficio ni beneficio entrará de casualidad como meritorio en la filmación de una película. Lo malo es que el productor de la misma, un sujeto sin talento ni vergüenza, hace la vida imposible a todo el elenco. Después de eso trabaja para un anciano de muy mal café que le hace la vida imposible hasta que encuentra un amigo con el que escapar del mal rollo.

Historia muy bien contada, en la que imagino que el autor -que trabajó en el cine- igual ajusta alguna cuenta pendiente, que te entretiene y por momentos es bastante divertida pero que no va mucho más allá de la pura historia. Sigo pensando que lo peor que le puede pasar a un escritor es tener éxito.

Eso sí, se lee de maravilla y sigue teniendo la voz particular del autor.

Buena.

La película funcionó bastante bien, y en varios países. Un pelotón de espectadores entusiasmados se lanzó por mimesis a los caminos. A muchos hubo que ir a rescatarlos al hostal en el que les quitaron el dinero, al arcén en el que los atropelló un tractor y al merendero donde los intoxicaron. Pero Relatora se afianzó como compañía.
El rodaje en el que aparecí por arte de orujo comenzó un lunes, como es habitual. Fue muy a finales de noviembre, y en el Parque del Oeste. Duraría nueve semanas, ocho en Madrid (con alguna salida al campo) y una a medias en Teruel. Un meritorio de producción es un chico para todo que se desempeña en el rango más bajo del organigrama. Un aprendiz de remuneración medio invisible que está para ir a buscar unos caramelos, colocar unas vallas de acotación, parar el tráfico entre el «acción» y el «corten», sujetarle la sombrilla a un actor… Cargar bultos y descargar fardos. Arrastrar mucho carrito de transporte, que sin ruedas no hay rodaje.
Los actores no me sonaban. Pero no por nada, sino porque yo no había ido al cine apenas nunca. Del director sabía menos todavía. Se llamaba Nacho Tiedra. Tenía entonces treinta y cinco años. Al parecer, había rodado unos cuantos cortometrajes exitosos. Aparte de director, era también el autor del guion. Le había puesto un título que a él le gustaba mucho pero que no convencía en Relatora. Por ello, el nombre de la película estaba todavía sin decidir al comienzo del rodaje. Se barajaban varios provisionales, en la idea de que avanzar en la filmación acabaría por destacar uno de ellos. Por lo pronto, y mientras el guionista abogaba por el suyo, al proyecto se le llamaba Corolenda, por denominarlo de alguna manera. Era un apodo cariñoso sin significado alguno, surgido de modo natural por la deformación que el uso constante produjo en el título original de Tiedra. A él, que su texto hubiera generado un sobrenombre familiar se le hacía muy emocionante.
El empleo reveló cómo se me estaba pudriendo hasta entonces la salud. Todo se me hacía agotador. Menos mal que solo me dolió durante los primeros días. Luego las jornadas devinieron en mera fatiga. Pero achacable a la carga de trabajo, y no al desengrase de años de estatismo y copaza continua. Pronto cogí el ritmo. Me gustaba estar curándome con solo estar haciendo algo útil. Dejé de beber. Ya no hacía falta.
Hablando de beber. Al beodo Ramón Reboredo solo me lo encontré una vez en el rodaje. No creo que asistiera mucho más, tanto orujo blanco. No se acordaba de mí. Pero yo ya estaba enrolado y dentro del proyecto.
Muchos de los compañeros se conocían desde hacía años. También los de mi escala laboral, a pesar de ser tan jovencitos. Yo estaba rematadamente perdido. Era un advenedizo que se reía de los chistes privados ajenos, que evidentemente no entendía. Oía palabros de jerga (fresnel, cuña, panó –¿?–) que me dejaban tiritando. Por suerte, mi rango no llegaba a la especialización mínima y casi nunca me los soltaban a mí. Pero sí a veces. Disimulé bastante mal que no sabía por dónde me daba el aire y creo que protagonicé comedia involuntaria variada a base de bien.
A alguno del equipo le cogí menos la onda. Un par de ellos me caían un poco mal. Pero, principalmente, el grupo técnico y artístico estaba compuesto por gentes bien amables que habían superado el trance de novatería en el que yo nadaba. Me dejaron claro desde muy pronto que pasarían por alto mis despistes, que harían la vista gorda con mis errores y que pondrían todo de su parte para enseñarme lo que ellos supieran. Lo agradecí muchísimo. Me daban ganas de inclinarles la cabeza a todos, y solo algunas veces me acordé de no hacerlo, que quedaba muy rarito.
Creo que puedo recitar de memoria el nombre y el apellido de todos los miembros del grupo aquel. Lo chulo era que cada quien tenía una historia concreta, asombrosa, esperpéntica, angulosa, particular. Llegaban a rodaje con unos previos biográficos mejores que cualquier historia de las que con su trabajo contribuían a contar en imágenes. Todos sin excepción eran personas muy de currar a tralla, con fortaleza de músculo y eficacia de cerebro.
Se concibe a los del cine como un grupo de volados más confiados en la providencia y la informalidad que en la técnica y en las matemáticas. Yo solo me encontré a gente cartesiana, cuadriculada y puntual, con un sentido de la disciplina que nada tenía que ver con la vida muelle y la indolencia que se presume entre los del gremio. Lo que yo vi fue un organismo de eficacia penetrante, calmada y portentosa que tiraba por tierra los tópicos acerca de la chapuza endémica española. Aquello parecía un equipo de natación sincronizada, solo que mucho más grande.
Funcionaban así por efecto de una vocación santificadora, no se niega. Pero les inducía a su perseverancia, también, la certeza de que el buen fin de un proyecto presente aseguraba más o menos una plaza en el siguiente. Esa idea se me quedó en la mente. Me obsesionaba con la noción aquella de que, en el cine, ensartar un rodaje con otro dependía del relieve que cogiera la película en la que uno hubiera trabajado antes.
Me entró la prisa por que Corolenda saliera bien, que alegrara a sus promotores, que encandilara a las audiencias. Que volvieran a llamarme para trabajar. Me quería quedar en el oficio porque vaya trabajo gustoso. Pero también porque quería pasar mi vida entre gente así. Por mi parte, ínfima, trabajaría de firme para que Corolenda resultara lo mejor posible. Para mí, recién llegado al cine, con mi CV sin nada de tinta, era de capital importancia que Corolenda quedara bonita.

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