Debolsillo, 2103. 340 páginas.
Tit or. Gaaguai le-Kissinger y Ha-qaitaná shel kneller. Trad. Ana María Bejarano.
Recopilación de los libros de relatos del autor ya editados como ‘La chica sobre la nevera’ y ‘Pizzería Kamikaze’. Los primeros son relatos muy breves, muchas veces de un par de páginas. Los segundos son más extensos, destacando el que da título al libro.
Aunque no todos tienen la misma calidad -a veces el acabado es presuroso- todos tienen unas imágenes poderosas detrás. No hay ninguno que no te deje buen sabor de boca. Desde un mono que sueña que sigue en la jungla hasta un ángel con alas que nunca vuela. Valgan también como ejemplo el que dejo de muestra de un mago y el de Pizzería Kamikace, una especie de purgatorio donde van quienes se han suicidado y que es como nuestro mundo, pero sin brillo.
Siempre me resulta curioso que los escritores extranjeros que más me gustan son los que menos se conocen. Este libro es magnífico. Algún enlace: La chica sobre la nevera.
Muy recomendable.
El truco del sombrero
Al final de la función saco un conejo del sombrero. Siempre lo dejo para el final, porque a los niños les encantan los animales. A mí, por lo menos, me encantaban cuando era pequeño. Así se puede poner fin a la representación en su momento cumbre, que es cuando paseo el conejo entre los niños y éstos pueden acariciarlo y darle de comer. Antes, las cosas, realmente, eran así; hoy en día a los niños les impresiona menos, pero de todos modos dejo lo del conejo para el final. Ése es el truco que, con mucho, más me gusta, es decir, el que más me gustaba. Mantengo todo el rato los ojos fijos en el público, la mano entra en el sombrero y tantea en sus profundidades hasta que encuentra las orejas de Kasam, mi conejo. Y entonces:
-¡Alabím alabám, Kasam va! -y lo saco fuera. Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí. (!ada vez que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del sombrero me siento como un mago. Y a pe-s,n ilr <.]uc sé cómo funciona, que hay un hueco oculto cu 1.1 metfl y todo eso, lo vivo como si de verdadera raa-C,i.i se tratara.
También aquel sábado en L. dejé el truco del sombrero para lo último. Los niños del cumpleaños se mostraban especialmente apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espaldas a mí viendo una película de Schwarzenegger en la televisión por cable. El anfitrión de la fiesta incluso se encontraba en otra habitación jugando ante la pantalla con un juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos cuatro niños. Era un día especialmente caluroso y yo, empapado como estaba bajo el traje, lo único que deseaba era terminar de una vez y marcharme para casa. Me salté tres números de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo del sombrero. La mano desapareció en sus profundidades y los ojos los clavé en los de una niña gorda y con gafas. El agradable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme
como siempre:
-¡ Alabím, alabám, Kasam va!
Un minuto más en el despacho del padre y me las piro con un talón de trescientos shekel. Tiré de Kasam por las orejas y noté algo un poco diferente, más ligero. Alcé la mano por el aire con los ojos todavía fijos en el público. Y entonces, de repente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña gorda de las gafas que se pone a gritar. Mi mano derecha sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo. La cabeza y mucha, muchísima sangre. La gorda seguía gritando. Los niños allí sentados de espaldas a mí que veían la tele se dieron la vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra habitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza decapitada dio un silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida del mediodía me subía a la garganta. Devolví en
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mi sombrero de mago y el vómito desapareció. Los niños me rodeaban enloquecidos de felicidad.
La noche que siguió a la función no conseguí conciliar el sueño. Comprobé todo el equipo cientos de veces. No conseguía encontrarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco pude encontrar el cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a la tienda de magia. Tampoco allí supieron explicármelo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de que me llevara una tortuga.
-Lo de los conejos está pasado de moda -me dijo-, ahora lo que se lleva son las tortugas. Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.
A pesar de todo me quedé con el conejo. A él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contestador automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños que habían visto la función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejara luego en casa la cabeza decapitada tal y como lo había hecho en la fiesta de L. Sólo entonces me di cuenta de que no me había llevado conmigo la cabeza de Kasam.
Mi siguiente función debía representarla el miércoles, para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat Aviv Guimel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En absoluto concentrado. El truco de las reinas me salió mal. No hacía más que pensar en el sombrero. Finalmente llegó el momento:
-¡Alabím, alabám, Kasam va!
La mirada fija en el público, la mano dentro del sombrero. No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía exactamente el peso que debía. Estaba pe-
lón, pero con su peso correcto. Y entonces volvió a producirse el griterío. Gritos mezclados con aplausos. No era un conejo lo que tenía en la mano, sino un bebé
muerto.
Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él, me tiemblan las manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a sacar y que me están esperando dentro. Ayer soñé que metía la mano y que sobre ella se me cerraban las fauces de un monstruo. Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir la mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos y dormirme.
He dejado por completo de actuar, pero la verdad es que no me importa. No gano dinero, pero de todos modos me parece bien. A veces todavía me pongo el traje, así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto de la mesa debajo del sombrero, y me basta. Aparte de eso no toco la magia y, por lo demás, no hago nada de nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si fueran una especie de pistas para un acertijo, como si alguien intentara decirme algo, quizá que no corren buenos tiempos para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren tiempos nada buenos para los magos.
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