Cristian Crusat. Solitario empeño.

marzo 7, 2017

Cristian Crusat, Solitario empeño
Pre-Textos, 2015. 132 páginas.

Incluye los siguientes cuentos:

Monomito
Hijos de los Focenses
Sarajevo-Estepona
La casa de Thomas y el ciclo de saturno
Uno de esos sitios
Conductos
Timbre
Audacia, verano de 1984

Escritos con un lenguaje muy cuidado, poético, y que nos habla de soledades cotidianas, personas que vagan sin rumbo porque el mundo -algunos lo saben, otros cierran los ojos- no lo tiene.

Me ha gustado especialmente el primero, breve y condensado, críptico pero con las claves a la vista, resumen del estilo y las intenciones del autor.

Precisamente allí, en uno de los bosques cercanos al río Miljacka, tuvo lugar la historia que me fue relatada. Durante unos días los periódicos y las gacetas locales se hicieron eco de ella (pero lo dudo), así que quedó relegada al vergonzoso rincón de las leyendas sin moraleja, sentido ni enseñanza. «Epidemia moral»: así la denominó un cronista que lucía un fino bigote «coñito de perra» y que respondía al nom de plume Julius, de quien luego se supo que había transportado cuero de contrabando (por ejemplo) durante la guerra de Bosnia. Antes de olvidar estos sucesos, varios gacetilleros -entre los que se contaba el tal Julius- aprovecharon para denunciar el estado de abandono de determinados tramos y senderos junto al Miljacka y el Vilsonovo. (Años después, y en esto no vacilo ni un segundo, un jefe militar chetnik los pondrá a todos ellos en fila india, verterá el contenido de varios extintores en sus bocas y estómagos; a continuación, una suerte de moscas rojas provenientes de varios rifles surgirán en sus periodísticas frentes y sus recuerdos estallarán como frutas maduras de temporada.)
Fue así: inesperadamente, sin que nadie conociera la causa, las adolescentes de Sarajevo habían comenzado a colgarse en los árboles de la ribera del Miljacka. Desafortunados transeúntes y merodeadores, heroinómanos y agentes de policía se toparon durante sus caminatas con los empeines desnudos y todavía temblorosos de estas jóvenes. Al bajarlas, el
tintineo de sus cadenas y brazaletes hacía que quien cargaba con el cuerpo pensara por un momento que de los labios entumecidos iba a surgir una amable, mirífica palabra de agradecimiento. Los rostros, no obstante, componían un gesto más cercano a la plácida resignación que al horror. Se suicidaron chicas musulmanas, judías y cristianas. Todas magníficamente vestidas y maquilladas; no faltaron las pestañas postizas ni las pulseras árabes, engarzadas a un anillo de oro en el dedo corazón. Algunas iban aún al colegio. Otras despachaban en la panadería o en la lavandería de sus padres. Se trataba de las adolescentes que uno podía ver comprando un disco de Bijelo Dugme o fumando sus primeros cigarrillos con mirada rencorosa en los escalones de las empinadas calles de Dzidzikovac. Chicas normales, cuyas camas encontraban sus padres vacías por la mañana, antes de mandarlas a la escuela o al instituto.
El marco de los hechos remite bien a las leyendas del folclore, bien a la desesperación escatológica medieval: épocas que se adentran calmosamente en la escoria del tiempo (ya se ha dicho que era un tiempo malo: el ciclo de Urano y Neptuno). El paso de los días se encierra y repliega en sí como una serpiente afiebrada devorándose a sí misma. Algunos hombres queman ratas para participar de la renovación del aire circundante, de las emanaciones funestas, de los humores. Luego hincan sus incisivos en la carne y arrojan el corazón palpitante y diminuto al légamo, sólo por adentrarse en el secreto. Son capaces de glosar la diarrea o el aborto diamantino de una cabra sobre la base de los Siete Sellos… Metáforas anquilosadas y residuales, vinculadas a epidemias, años sibilinos y conjeturas apocalípticas. No es el caso (en teoría) de la Sarajevo de aquella época, tan desvergonzadamente inflacionista.

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