Stephen Dobyns. Comiendo desnudos.

noviembre 1, 2016

Stephen Dobyns, Comiendo desnudos
Circe, 2002. 320 páginas.
Tit. Or. Eating naked. Trad. Gian Gastell-Giar.

Incluye los siguientes cuentos:

Un gozoso vacío
Comiendo desnudos
Parte de la historia
El profesor de Chaucer
El bungalow de cedro
Qué lástima
Kansas
Cambios que se avecinan
Aguas turbulentas
Con Franz y Jane
La isla del diablo
Cenizas negras
los muertos no necesitan sexo seguro
así que ya te imaginarás lo que le respondí
Defectos del látex
Cynthia, mi hermana

Que ya me empezaron decepcionando, porque los dos primeros cuentos -incluyendo el que da título al libro- me parecieron bastante flojos. Por suerte luego encontramos bastantes que merecen la pena. No hay ninguno malo, todos están bastante bien construidos, pero pocos son de los que te llegan realmente.

El primero, por ejemplo, se articula alrededor de una muerte absurda: un poeta es aplastado por un cerdo que estaba siendo transportado a un rodaje. Lo ridículo de la muerte afecta a su mujer e hijos, y el autor simplemente va desgranando los sucesos, sin ir más allá.

En La isla del diablo el protagonista está atrapado en un matrimonio desgraciado y su válvula de escape es construir maquetas en el sótano de prisiones. La metáfora no puede ser más evidente.

Y en general todos los relatos tienen uno o dos párrafos finales de reflexiones que a mí personalmente me sobraban en todos los casos.

Pese a todo este catálogo de personas desgraciadas, que viven en entornos de gelidez emocional, dibuja un paisaje bastante coherente de la soledad humana, y tiene tres o cuatro cuentos que están realmente bien.

-¿Pero es que no comprendes que ahora ya me da lo mismo que me quieras o no? Estoy enamorada de otro.
June hacía aerobic y tenía un cuerpo recio. Chuck pensaba que esa misma dureza era parte del problema, y que le había arrebatado la dulzura a su mujer. Estaba convencido de que aún le amaría si conservara un cuerpo más blando.
-De ahora en adelante lo haré todo bien -le prometió-. No meteré la pata.
-Me da igual lo que hagas -dijo June-. Me da igual que lo hagas bien y me da igual que lo hagas mal. Esto ya es historia. ¿Por qué no lo aceptas? Sigue tu camino, Chuck.
Frankie, que trabajaba como instructor de halterofilia en el gimnasio al que asistía June y que ya había comenzado a trasladar sus cosas a casa de Chuck, era un culturista cuarentón que vestía camisas holgadas y pantalones igualmente amplios. A veces, entraba en la casa con una caja en brazos y se cruzaba con Chuck en el pasillo.
-Todo lo que viene se va -le decía, sonriendo afablemente, y a continuación chasqueaba la lengua y emitía ese sonido que uno produce cuando quiere que un caballo acelere el paso.
Chuck no contó a Luigi que su matrimonio se había venido abajo. Se figuraba que bastante tendría ya su amigo con el cáncer y la inminencia de la muerte.
-Ya no consigo digerir nada -le había dicho Luigi-, y me han metido tantos tubos que parezco una máquina.
-¿Tienes dolores? -le preguntó Chuck.
El dolor, tanto físico como emocional -tal vez incluso el espiritual-, era algo que a menudo le inquietaba. Parecía abundar por doquier, en forma de nubes de dolor con forma de globo que flotaban por los cielos en busca de personas vulnerables en las que cebarse.
102
-Qué va, hoy en día uno ya no siente dolor. Te ponen una inyección y se te pasan las horas soñando.
«Quién sabe si a mí mismo no me vendría mal una inyección», pensaba Chuck, que experimentaba su dolor emocional como un tirón muscular en el pecho. En cuanto a su dolor espiritual, era como el parpadeo de un televisor después de que deje de emitirse la señal. Chuck miraba por la ventana y dejaba vagar la mente, pensando en nuevos escenarios y en vías de escape que se abrirían ante él en el último momento.
A Chuck le encantaba su trabajo con la grúa. Le encantaba levantar objetos pesados e izarlos hasta la cubierta de un edificio. Desde la enorme altura de su atalaya, el mundo se le antojaba más manejable. Podía alzar un cargamento de vigas como si se tratara de un puñado de fósforos. El único problema residía en que tenías que mantenerte alerta. Tenías que estar pendiente de las indicaciones que te transmitían por radio. Chuck se sentaba en su cabina y contemplaba el horizonte y las nubes que se configuraban y disgregaban a través del firmamento. Se imaginaba a sí mismo con June en una playa o en un camping de los montes Adirondacks e ideaba los posibles modos de devolver el encanto a su matrimonio o las cosas espantosas que podrían acaecerle a Frankie, pero al poco rato el sonido del pequeño transmisor que graznaba su nombre le devolvía a la realidad.
No es que su jefe, Ernie Petrocelli, no le tuviera simpatía, pero tampoco podía tolerar tantas distracciones.
-Tenemos que cumplir un plan de obra -decía Ernie-. Y podrías matar a alguien. Tal vez deberías tomarte unas vacaciones.
-No, no, estoy bien. Se me ha ido el santo al cielo, eso es todo.
Pero Chuck estaba asustado. Sentía como si su vida estuviera desintegrándose del mismo modo que un pañuelo de papel en una bañera llena de agua.

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