Natalia Ginzburg. Léxico familiar.

mayo 6, 2019

Natalia Ginzburg, Léxico familiar
Lumen, 2009. 268 páginas.
Tit. Or. Lessico famigliare. Trad. Mercedes Corral.

Léxico familiar son todas esas expresiones únicas que funcionan tanto como chistes privados como elementos de enorme capaz evocadora, capaces de volvernos niños en un momento sentados otra vez en el comedor familiar. Son las pequeñas historias que transcurren en la intimidad de la familia y que tanto significan para nosotros aunque las creamos olvidadas.

La autora hace un retrato de su familia en su niñez y juventud, haciendo hincapié en esas particularidades de sus padres y hermanos, sin inventar nada (afirma que, cada vez que tenía tentaciones de fabular, de redondear la narrativa, las arrancaba de cuajo). Por sus páginas se pasean personajes como Pavese o Einaudi, pero son personajes secundarios. El protagonista es la Familia, con mayúsculas.

En lo particular se explica lo universal, si la prosa y el talento de la autora lo consiguen. Es el caso de este libro, que te atrapa como la mejor de las ficciones, porque no es difícil de imaginar a ese padre gritando ¡Cataplasma! ante un libro que no entiende, o a sea madre tan echada para alante que no tiene tiempo de sentarse a llorar por el pasado perdido.

Muy recomendable.

Mi madre había leído a Proust y le gustaba muchísimo, tanto como a Terni y a Paola. Y le contó a mi padre que este Proust era uno que quería mucho a su madre y a su abuela, que tenía asma y nunca podía dormir, y que como no soportaba los ruidos, había forrado de corcho las paredes de su cuarto.
Mi padre dijo: «¡Debía de ser un cataplasma!».
Mi madre no había elegido ninguno de esos dos mundos, pero vivía un poco en uno y un poco en el otro, y en ambos estaba con alegría, porque su curiosidad nunca rechazaba nada, se nutría de todo tipo de bebida o de alimento.
Mi padre en cambio solía lanzar sobre todo lo que fuera nuevo y desconocido una mirada torva y llena de recelo, y temía siempre que los libros que Terni traía a casa no fueran «adecuados» para nosotros. «¿Será adecuado para Paola?», preguntaba a mi madre mientras hojeaba Á la recherche y leía algunas frases de aquí y de allá. «Debe de ser una cosa aburrida», decía después tirando el volumen. Y el hecho de que fuese una «cosa aburrida» le tranquilizaba un poco.
En cuanto a los cuadros de Casorati, de los que Terni nos traía las reproducciones, mi padre no los podía sufrir. «¡Garabatos! ¡Cochinadas!», decía. La pintura no le interesaba en absoluto. Iba con mi madre a los museos cuando estaban de viaje y sólo otorgaba cierta legitimidad a los pintores antiguos, como Goya y Tiziano, por el hecho de estar reconocidos universalmente. Pero quería que aquellas visitas a los museos fueran rapidísimas, y no permitía a mi madre que se parase delante de los cuadros. «¡Lidia, ven, vamos!», decía arrastrándola fuera. Cuando estaba de viaje siempre tenía mucha prisa.


En cambio, después de la guerra, el mundo se presentaba enorme, ignoto y sin confines. Mi madre sin embargo volvió a vivirlo como pudo. Volvió a vivirlo con alegría, porque tenía un carácter alegre. Su espíritu no sabía envejecer y no conoció nunca la vejez, que consiste en quedarse humillado en un rincón llorando el desmoronamiento del pasado. Mi madre asistió sin lágrimas al desmoronamiento de su pasado y no llevó luto por él. No le gustaba vestirse de luto. Cuando su madre murió sola y de improviso, mi madre estaba en Palermo y fue a Florencia. Sufrió mucho al verla muerta. Después salió en busca de un vestido de luto, pero en lugar de comprarse un vestido negro como era su intención, se quedó con uno rojo y regresó a Palermo con él en la maleta. Le dijo a Paola: «¡Qué quieres! ¡Mi madre no soportaba los vestidos negros, y se pondría contentísima si me viera con este precioso vestido rojo!».
A la Cía le
a veces le salía pus por la tarde.
La Mutua la mandó a Vercelli.
Jóvenes poetas escribían versos de este tipo y los llevaban a la editorial para que los leyeran. Concretamente, el terceto sobre la Cía formaba parte de un largo poema sobre las castañas pilongas. La posguerra fue una época en que todos creían ser poetas, y todos pensaban ser políticos. Después de tantos años

en que pareció que el mundo había quedado enmudecido, petrificado, y en que la realidad había sido observada como desde el otro lado de un cristal, en una vitrea, cristalina y muda inmovilidad, todos imaginaron que se podía y se debía hacer poesía de todo. Durante los años del fascismo, los novelistas y los poetas se habían quedado faltos de palabras, pues a su alrededor no había muchas que estuviera permitido usar, y los pocos que habían continuado utilizándolas las habían escogido con sumo cuidado del pobre patrimonio de briznas que aún quedaba. Durante la época del fascismo los poetas habían expresado tan sólo el mundo árido, cerrado y sibilino de los sueños. Ahora volvía a haber muchas palabras en circulación, y la realidad se ofrecía de nuevo al alcance de la mano. Por lo cual, aquellos que antes habían carecido de palabras se pusieron a vendimiar en ella con delicia. La vendimia fue general, porque a todos se les ocurrió participar en ella, y esto determinó una confusión entre el lenguaje de la política y el de la poesía, que aparecieron mezcladas entre ellas. Pero después la realidad se mostró compleja y secreta, no menos indescifrable y oscura que el mundo de los sueños, y se siguió revelando situada al otro lado del cristal, y la ilusión de haber roto aquel cristal se mostró efímera. De este modo, muchos se alejaron enseguida desconsolados y tristes, y volvieron a derrumbarse en una amarga carencia y en un profundo silencio. Por ello, tras las alegres vendimias de los primeros tiempos, la posguerra fue triste y llena de desconsuelo. Muchos se apartaron y se volvieron a aislar en el mundo de sus sueños, o en un trabajo cualquiera que les diese para vivir, un trabajo asumido así como así y rápidamente, y que parecía pequeño y gris

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