Daniel Mares. En mares extraños.

octubre 19, 2011

Grupo AJEC, 2004. 314 páginas.
Daniel Mares, En mares extraños
Imaginando

Lo que he leído suelto, aquí y allá, de Daniel Mares siempre me ha gustado. Así que tenía ganas de leer e primer libro suyo por entero. Una recopilación de los siguientes relatos:

Día de gloria
Gómez Meseguer y el ogro Santaolaya
Un candado para la caja de Pandora
Cuestión de dignidad
El último viaje del Holandés Errante
Baile de máscaras
Tal vez soñar
Pubiscidad
Campos de Otoño
Enseñando a un marciano
Alicia en el agujero
Mutis

Como dice, o se adivina, en el prólogo a veces estos relatos no están todo lo pulidos que deberían. No importa, las ideas que se lanzan son lo suficientemente interesantes como para atraer nuestra atención. Pero cuando el relato acompaña, nos encontramos con joyas del género, así Gómez Meseguer y el ogro Santaolaya o Pubiscidad. Muy recomendable.

Calificación: Bueno e interesante.

Un día, un libro (49/365)

Extracto:

Los primeros datos que disponía sobre Jacinto Santaolaya Meneses eran de cuando ya había pasado la treintena. Nadie conocía su filiación. Como suele pasar con todos los ogros, no había dado señales de vida hasta que se alistó al tercio. Estuvo sirviendo en Melilla durante tres años, en el tiempo en que los liberales fomentaron toda clase de exóticas medidas para congraciarse con los adalides de las igualdades y los derechos humanos, tales como permitir incorporarse a filas a ogros y otras bestias. Luego cayó el gobierno y Mortaja fue licenciado y arrojado a la calle sin oficio ni beneficio alguno. En la legión sólo se había distinguido por ser el más pendenciero de los quintos y a su salida siguió igual. Que se sepa, probó por primera vez carne humana en Algeciras, cuando se comió a una puta vieja delante de todos los parroquianos de una taberna. Desde entonces fue a peor, como suele ocurrir. Pasó tiempo en la cárcel y se libró tres veces de recibir garrote por las mañas de abogados poco escrupulosos. Más tarde llegó lo de Burgos. Hay quien dice que no estaba solo allí, porque no es posible matar a tanta gente y quemar una ciudad entera sin contar con una cuadrilla al menos. No hay pruebas de que jamás haya tenido compinches. En Burgos estaba entonces un Gómez Meseguer más joven, pero ya conocido. Andaba por allí dando caza al Fumista, un muerto que entraba a las casas por las chimeneas y guardillas y estaba asesinando a mansalva burgaleses inocentes. Tres meses llevaba andados tras de esa bestia y la noche que lo mató llegó Mortaja, y lo que pasó es ya folklore popular. Gómez Meseguer no pudo con él y Burgos brilló en la noche castellana como una estrella más. Mortaja salió de España a bordo de un pesquero cántabro y recorrió Francia, Bélgica, Alemania e Italia paladeando el sabor de la carne de toda hembra europea. Nada se sabía de él cuando llegó el alarmante telegrama de Castroviejo, y nos mandaron allí a matarlo.
-Yastamos llegando -despertó con la misma velocidad con la que se durmió. Yo no había reparado en lo que llevábamos de viaje y él se espa-
bilaba justo al tiempo que el apeadero de Castroviejo aparecía al fondo.
-¿Es seguro bajarnos aquí? -pregunté.
-¿Por qué no ha de serlo?
-Por Mortaja. Puede haber tomado la estación. Quizá sería más prudente detener el tren a dos kilómetros del pueblo e ir andando, no nos vaya a estar esperando en el andén…
-Vamo, vamo, Carrasedo -me palmeó la espalda animándome a salir del compartimento-. Déjeme a mí las estrategias. Es sólo un ogro, no la banda er Tempranillo. No está interesao en prepararnos emboscas. Se limita a mata y come, na má.
Efectivamente, la estación no parecía el campo de guerra que yo me había imaginado. Se encontraba en perfecto estado incluyendo la asistencia del consabido jefe de estación. Las fuerzas vivas hicieron acto de presencia para recibirnos. Nunca mejor dicho lo de «vivas», porque el resto de las personalidades influyentes de Castroviejo estaban muertas y en el estómago de Mortaja. Reconocí de inmediato al padre Quintana, un curita gordo y sonrosado vestido de sotana raída. Junto a él estaban: don Luis Bermejo, el dueño de la fábrica de piensos que era la industria principal del pueblo; Tomás, un joven mecánico de talante firme y buena disposición, que sin ninguna otra razón se hizo líder de los muchachos de la comarca; y, como no, la Generala. Ésta era la mujer del alcalde (no sabría decirles por qué se la trataba de Generala y no de alcaldesa), una hembra de las de antes, de armas tomar, que en pasados abriles gozó de una hermosura que aún conservaba en parte, por aquello de que quien tuvo, retuvo.
Ella nos recibió en primer lugar, sonriendo más que amablemente a Gómez Meseguer. El padre Quintana fue quien ofició de anfitrión y tras las presentaciones, pasó a informarnos de la situación.
-No sabe la alegría que nos da verles. Ya pensábamos que estábamos perdidos. Por fortuna, el Señor ha respondido a nuestras plegarias.
-La jefatura de Madrí e quien ha respondió con má concresión padre -Gómez Meseguer iba delante, cogido del brazo por la Generala pero no parecía perder ripio de nuestra conversación mientras nos dirigíamos a los coches dispuestos para nosotros.
-Sí, y nos agrada la celeridad con que han atendido nuestros ruegos. Yo insistí en que pidiéramos ayuda a Madrid, sin embargo el alcalde, que en paz descanse, era un hombre orgulloso y tozudo.

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