Prosa inmortal, 2014. 136 páginas.
Mataré a vuestros muertos es una novela que transita al mismo tiempo los caminos del terror y del costumbrismo, del cine quinqui y del horror cósmico, el relato de fantasmas y el esoterismo chiflado nazi, y establece una panorámica (tan grotesca y deformada como fiel y auténtica) de Barcelona, de los años sesenta a la actualidad.
Yo leía al autor en el blog ausente, y de vez en cuando se sacaba de la manga unas biografías inventadas que estaban pero que muy bien. De una calidad de las que no encontrabas habitualmente en internet. Después leí este libro suyo en el butano popular: Mentiré si es necesario, y me siguió gustando.
En este libro mezcla su enorme conocimiento de la serie B con los secretos oscuros de Barcelona mezclado con una pizca de Lovecraft. El resultado es un libro bien escrito, con una trama que te atrapa, y que por suerte ha tenido éxito de público de lo cual me alegro muchísimo. Otras reseñas: Mataré a vuestros muertos y Mataré a vuestros muertos.
Muy recomendable.
El perro da dos pasos, se planta en medio de la calle, encoge las piernas traseras, aprieta y deja ir un enorme y humeante zurullo que se queda ahí en medio.
—Chucho, pasa pa dentro —dice el tío Juan. El animal obedece y se cuela de nuevo en el local, cuya persiana metálica permanece bajada desde hace años. Exactamente desde que las autoridades chaparon la sala de fiestas del sótano, una ratonera sin seguridad y un tugurio lleno de peligro. El tío Juan vive ahí desde entonces, no se sabe muy bien si como okupa o porque es suyo, y a menudo se saca unos dineros alquilándolo ilegalmente para fiestas de guiris.
La mierda de perro está en medio de la calle, bien plantada y aún caliente, pero el José, que pasa por su lado, no la pisa. Nadie del barrio pisa la mierda del perro del tío Juan, sólo los que van de paso. El José es alto y huesudo, tiene el pelo corto, negro y fuerte, grueso como si fuera alambre, y le brillan las pupilas porque se alimentan de derivados de opio y amapola. El José se para donde la Eva y la Nati. —Nati, ¿has visto al Sardina? —Dame un cigarro, José. —He bajao sin.
—He bajao sin, he bajao sin. —La Nati hace mohines y aspavientos mientras imita forzada la voz del José, que es como una letanía—. Tú eres un rata, José, eso está tan certificao como que a mí me duele el cono. Mira, por ahí viene el Sardina con su madre.
El Sardina parece delgado en extremo y es muy delgado, sí, pero tan alto que engaña, y no parece muy a gusto con su altura porque encoge los hombros y su caminar es puro desgarbo. Lleva unos téjanos de exagerado tiro bajo que de espaldas le hacen el trasero aún
más inexistente, y una cazadora de jugador de béisbol que le queda corta de cintura. El Sardina va como de moderno pero no está claro moderno de qué. Es joven, veintipocos, pelo oxigenado, un piercing en la nariz y dos aros que le perforan los lóbulos de las orejas. A su lado, la madre, una mujer enjuta, tan arrugada que parece mucho más vieja de lo que es. Tiene el pelo corto, casi a cepillo, y el morro hundido porque no tiene dientes. Su bien más preciado es una dentadura postiza, pero sólo se la pone para comer.
—Sardina, te tengo que decir una cosa —dice el José.
—Mama, te dejo que me quedo con el José —dice el Sardina.
La vieja desdentada farfulla algo pero nadie la entiende, como siempre, y sigue su camino.
—Mira nen, que mañana me tienes que llevar en coche a donde los Petrescu, que tengo un negocio guapo, guapo. —¿Y qué gano yo? —responde el Sardina. —60 ñapos y un par de gramos de farla de la buena, ala de mosca. —Hecho.
La Nati, que ha conseguido otro cigarro asaltando a un pobre infeliz, observa con su mirada desviada cómo se marchan, y luego repara en una fotocopia pegada a la pared. Muestra la imagen difusa de una dominicana desaparecida en la zona hace un par de días y debajo un número de teléfono. La Nati arranca el papel.
—La negra esta me tiene hasta el coño, ¿a que sí, abuela? Y la abuela asiente, golpea el suelo con el bastón, pero el sonido se apaga porque a su lado una bolsa de basura impacta contra el suelo, revienta y esparce raspas de sardinas, mondas de patatas y otros desechos.
Al Sanglas lo llamaban así por su afición a robar motocicletas de esa marca. Al Dumbo por la misma razón que a todos los Dumbos, por las orejas grandes y abiertas, y aquel día se desangraba porque le había alcanzado un disparo de la policía municipal.
Un par de horas antes, los dos habían salido por patas de una oficina del Banco de Sabadell en Viladecans que acababan de atracar. Todo parecía ir bien más allá de lo escaso del botín, apenas cincuenta talegos. Zumbando en un Seat 124, habían tomado la autovía de Castellde-fels para desviarse luego hacia la Zona Franca y buscar por allí una calle solitaria donde, según lo previsto, parar y cambiar de vehículo. Fue entonces cuando apareció el puto Seat Panda de los monillos, que es como llamaban a los municipales porque no llegaban a monos. El Sanglas apretó el acelerador con la idea de poner distancia de por medio y facilitar el despiste. Aunque era conductor experto y suicida, la persecución se alargó más de lo habitual y costó bastante dejarlos atrás. Concentrado en la fuga, ni siquiera escuchó el disparo, sólo al Dumbo chillar cuando enfilaban la montaña de Montjuic.
—¡Que me han dao, Sanglas, me han dao! El Dumbo se llevaba las manos al estómago y luego se las mostraba llenas de sangre. Aparcó detrás de un Seat 131, muy cerca de la entrada del parque de atracciones que allí había, y salió del coche directo al vehículo que tenía delante. En fnenos de diez minutos estaba dentro, con el coche en marcha y el Dumbo a su lado. —¡Me duele mucho, Sanglas!
—Te voy a llevar al Séptimo Cielo y luego a buscar caballo, Dumbo, pa’ pensarlo con calma.
El Séptimo Cielo era el nombre que daban al solar abandonado de la calle del Plom donde vivía la rata
curiosa que los observaba aquel día como tantos otros. La tapia tenía una oxidada puerta metálica cerrada por un candado que desde hacía años sabían abrir. Dentro solían reunirse, al principio para fumar porros, más tarde para repartirse sus primeros botines y al final se acabó convirtiendo en el patio de las jeringas, que es como también lo llamaban algunos. El Sanglas se dio cuenta, aquel día, de que también irían allí a morir, porque por mucho que la droga hiciera su efecto y se le viera relajado, lo del Dumbo tenía muy mala pinta.
—Te acuerdas, Dumbo, de cuando nos trajimos a la Mari y la Dolores. No querían follar aquí, así que tú te levantaste, saliste fuera y regresaste al rato con un colchón de puta madre. A saber de dónde lo sacarías, cabrón. El Sanglas quiso sonreír con la anécdota, que la rata curiosa también recordaba al ser rata vieja, pero no pudo porque según hablaba la respiración de Dumbo se fue espaciando hasta apagarse. El Sanglas se quedó quieto mirando hacia ninguna parte con la mente en blanco. Después se levantó, cogió la bolsa con el dinero, se cagó en la puta y se fue con la certeza de que pasaría mucho tiempo antes de que regresara al Séptimo Cielo, si lo hacía alguna vez.
El cadáver del Dumbo se quedó allí, sentado en el suelo con la espalda apoyada en el muro, el cuello ladeado y los brazos extendidos. La rata curiosa se tomó su tiempo, pero ahí estaba, cada vez más cerca. Avanzaba medio metro y luego se detenía, atenta. De vez en cuando se levantaba sobre las patas traseras y arrufaba el hocico, olfateando la tentadora fragancia de la sangre caliente. Finalmente alcanzó su objetivo y con enorme cautela olisqueó la entrepierna del Dumbo.
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