Espasa-Calpe, Austral, 1990. 206 páginas.
El origen de este libro está en una serie de conferencias que la autora dio para la fundación March. El que lo haya leído, también. Las escuché en su momento y decidí leer lo que pudiera de la autora.
Llevamos muchos años de crisis de valores, o eso dicen las personas de moral anticuada. Ni creo que sea cierto, ni creo que sus valores sean los míos. Pero la crítica a una moral pasada de moda no implica no reconocer que existen una serie de virtudes que toda sociedad debería cultivar.
Esa es la tesis de la autora y define las virtudes que, en su opinión, deben ser centrales en una sociedad democrática. Las enumera casi desde el comienzo (negritas mías):
Queda por enumerar la lista de esas virtudes públicas que vengo defendiendo. La primera es, por supuesto, la justicia, pero su misma prioridad la elimina de este estudio. Por su importancia, la justicia es más que una simple virtud puesto que ha de materializarse, para ser eficaz y operativa, en una legislación, en unas instituciones. La justicia —los derechos de la igualdad y la libertad— es ese lelos o fin último hacia el que debería tender la sociedad democrática y no puede reducirse a una cualidad o modo de ser de los individuos. Su_forma de ser justos consistirá, por el contrario, en luchar por unas, leyes y unas instituciones justas. Para ello es preciso que posea esas otras virtudes a las que aquí me refiero. De la justicia sólo conocemos leves y esporádicos destellos. No sabemos cómo es la sociedad justa, aunque queremos que la nuestra lo sea. Ese querer implica una predisposición que puede y debe concretarse en una serie de disposiciones. De ellas, tal vez entendamos mejor su significado negativo, lo que no son, pero esa es ya una vía para definirlas. Digámoslo ya de una vez, los miembros de una sociedad que busca y pretende la justicia deben ser solidarios, responsables y tolerantes. Son éstas virtudes o actitudes indisociables de la democracia, condición necesaria de la misma. Hoy nos encontramos, además, con otra virtud, la que cualifica el trabajo o la acción más específicamente humana: la pror fesionalidad. El buen profesional es, exactamente, un «virtuoso» de su trabajo. No sólo lo es, sino que recibe un reconocimiento social por ello. Pero a esa virtud puede ocurrirle algo similar a lo que ocurría con la valentía entre los griegos: puede volverse contra las demás y negarlas. Por eso la suscribo, pero con reparos.
Me gusta sobre todo la primera virtud, la solidaridad, como mecanismo correctivo de las injusticias sociales, imposibles de erradicar por mucho que nos acerquemos a un mundo perfecto. Allí donde falla la sociedad, deberían estar los individuos. La autora apunta un hecho que hace pensar:
Parece existir una relación proporcional entre la mayor abundancia y riqueza de una sociedad y el menor grado de solidaridad de sus miembros.
Algo que, a falta de estudios, puedo suscribir por mi experiencia personal. Un ejemplo, en el colegio de mi hija todos los años se hace una captación de comida y productos para los ancianos sin recursos. Este año de crisis, cuando todos somos conscientes de que hay gente que puede pasar verdadera necesidad, la gente ha sido más generosa, aunque seguramente todos andemos peor de dinero.
La tolerancia empezó como tolerancia religiosa:
En efecto, la tolerancia empieza siendo tolerancia religiosa. Locke, modelo a un tiempo de religiosidad y antidogmatismo, supo ver con lucidez que la religión era un peligro para la paz y el orden públicos. Si las épocas politeístas —como la griega— no tuvieron necesidad de proclamar la tolerancia, sí es urgente hacerlo con el cristianismo, religión monoteísta pero dividida en cantidad de iglesias y credos con convicciones distintas. La voluntad de representar al único Dios revierte en un sinfín de guerras y agresiones que amenazan a la convivencia de los individuos y a la integridad de los estados. Conviene separar las funciones de la religión y, de Ja política: aquélla es un asuntó privado, de convicciones personales, mientrás que la política es pública. La máxima evangélica, «dad al César lo que es del cesar y a Dios lo que es de Dios», es la que anima toda la disertación de Locke a favor de la tolerancia. La teoría de que no es lícito mezclar los campos de lo público y lo privado, y también el principio de la caridad cristiana. Pues ¿qué puede haber más opuesto a la caridad y el amor que la defensa de unas creencias con las armas de la violencia? En cambio, «la tolerancia con los que tienen opiniones religiosas diferentes está tan de acuerdo con el Evangelio y con la razón que parece una monstruosidad que haya hombres tan ciegos en medio de una luz tan brillante» ‘.
Aunque curiosamente esa tolerancia no alcanzaba a los ateos. En una época en la que la inmigración provoca la convivencia de diferentes culturas la tolerancia vuelve a ser imprescindible, no ya como mecanismo para la libertad de expresión, sino también como garantía de integración.
Que se haga hincapié en la responsabilidad resulta casi profético en un momento en el que la crisis que estamos sufriendo viene motivada, en gran parte, por la falta de responsabilidad de las entidades que nos han llevado a ella. Responsabilidad que siguen sin asumir, y que ningún gobierno quiere imponer.
Se añade otra virtud más, la buena educación, en su doble sentido de cortesía (denostada en nuestra sociedad, pero imprescindible) y educativa, siempre necesaria.
El libro se complementa con dos capítulos. Uno dedicado al genio de las mujeres, muy criticado en su momento aunque hoy en día se tiende a lo que la autora comenta aquí, que las mujeres tienen -sea por constitución o por historia- una manera diferente de encarar el mundo y que no debería sustituirse sin más por el modelo masculino. Otro dedicado a la corrupción de los sentimientos, una explicación de por qué no somos virtuosos (si es que esa explicación hace falta):
«la disposición a admirar, y casi a adorar, al rico y poderoso, y a despreciar o, por lo menos, a ignorar, a la gente de pobre y humilde condición, aunque ambos sean necesarios para establecer y mantener la distinción de rangos y el orden de la sociedad, constituye, al mismo tiempo, la causa mayor y más universal de la corrupción de los sentimientos morales» 2. La riqueza y el poder anulan la simpatía generalizada y bien distribuida, anulan, pues, el germen de donde nacerían la virtud y la benevolencia. Frente a la minoría que es capaz de admirar la virtud y el buen juicio, «la gran masa de la humanidad son admiradores y adoradores —y lo que parece aún más extraordinario: muy a menudo son admiradores y adoradores desinteresados—, de la riqueza y la grandeza». La moral, e incluso el lenguaje, denuncian tal actitud, pero no consiguen superarla ni destruirla. La adulación y la falsedad son más apreciadas que la competencia o el mérito. «Las gracias, las frivolas hazañas de esa cosa impertinente y alocada llamada el hombre de moda, son por lo general más admiradas que las virtudes sólidas y masculinas del militar, el estadista, el filósofo o el legislador» . Es así que quien busca la fortuna tiende a abandonar el camino de la virtud puesto que la una y la otra suelen ir en direcciones opuestas.
Acaba con un par de epílogos a la edición de bolsillo. Muy recomendable.
Calificación: Muy bueno.
Un día, un libro (191/365)
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