Rubem Fonseca. Los mejores relatos.

febrero 11, 2013

Rubem Fonseca, Los mejores relatos

Fue uno de los primeros libros que conseguí en formato electrónico, y de los que más he tardado en leer. Mal hecho, porque la calidad de Fomseca es excepcional. Se incluyen:

Los prisioneros (1963)
Febrero o marzo
El enemigo

El collar del perro (1965)
La fuerza humana

Lúcia McCartney (1967)
La ejecución
Lúcia McCartney
El caso de F. A.
Ámbar gris
Relato de acontecimiento

Feliz año nuevo (1975)
Feliz año nuevo
Corazones solitarios
Echando a perder
Paseo nocturno Parte I
Paseo nocturno Parte II
El otro
Amarguras de un joven escritor
Nau Catrineta

El Cobrador (1979)
El Cobrador
Pierrot de la caverna
Encuentro en el Amazonas
Crónica de sucesos
Once de Mayo
El juego del muerto
Mandrake

Novela negra (1992)
El arte de caminar por las calles de Rio de Janeiro
Llamaradas en la oscuridad
Mirada
El libro de panegíricos

El agujero en la pared (1994)
El globo fantasma
La carne y los huesos
Idiotas que hablan otra lengua
El enano
Artes y oficios
Orgullo
Placebo

Historias de amor (1997)
Betsy
Ciudad de Dios
El ángel de la guarda
El amor de Jesús en el corazón

Cuando acabé de leerlo tenía ganas de volver a lerlo otra vez. Absolutamente recomendable.

Calificación: Muy bueno.

Extracto:
También controlaba mi bebida, y cuando dije que todo escritor bebía, dijo que eso era mentira, que Machado de Assis no bebía y que gracias a ella todavía no me había vuelto un pobre e infeliz alcohólico. Yo aguantaba todo eso, pero cuando me partió la cabeza creí que tenía que arreglármelas para salir de aquello sin que me diera un tiro, y una buena manera era fingirme impotente, cosa que ningún brasileño hace, ni siquiera para salvar el pellejo, pero mi desesperación era tanta que estaba dispuesto a pasar por la calle y que Ligia dijera, señalándome con su dedo grande y huesudo, ahí va ése, premiado por la Academia pero impotente. Cuando dije a Ligia que estaba en aquella situación, me arrastró al médico y dijo, doctor, está muy joven para ser impotente, ¿no le parece?, debe ser un virus o un gusano, quiero que le mande usted hacer todos los exámenes —y el médico me miró y dijo, ¿no fuiste tú premiado por la Academia? Así es la vida. Volvimos a casa, nos acostamos en el cuarto y cuando Ligia se durmió me levanté y saqué el revólver de su bolsa, para tirarlo a la basura, pero el edificio donde vivíamos era antiguo y no tenía basurero y me quedé con el revólver en la mano y sólo me venía a la cabeza la imagen de Marcel Proust, con bigotito y flor en la solapa, blandiendo el paraguas hacia las nubes, exclamando ¡zut! ¡zut! ¡zut! Al fin decidí salir y tirar el arma en una alcantarilla de la calle. Era noche entrada, y cuando me curvaba sobre el canalillo para introducir el revólver a través de la rejilla, llegó un negro con una navaja en la mano diciendo, echa para acá la lana y el reloj si no quieres que te raje. ¡Carajo, mi reloj es japonés de cuarzo, que no me quito de la muñeca ni para dormir y que se atrasa sólo un segundo en seis meses! Me levanté y sólo entonces el negro vio el revólver en mi mano, dio un paso hacia atrás asustado, pero ya era tarde, ya había apretado el gatillo, ¡bum!, y el negro cayó al suelo. Volví corriendo a casa diciendo, maté al negro, maté al negro, mientras en mi cabeza polifásica Joyce preguntaba a su hermana ¿puede un sacerdote ser enterrado con sotana?, ¿pueden ser celebradas elecciones en Dublín durante el mes de octubre?, hasta que llegué al cuarto, aún con el revólver en la mano, ¡zut! zut! ¡zut! y sin saber con certeza lo que hacía, volví a colocar el revólver en la bolsa de Ligia. Pasé el resto de la noche sin dormir. Cuando Ligia despertó dije, puedes matarme, pero me marcho, y comencé a vestirme. Ligia se arrodilló a mis pies y dijo, no me abandones, justo ahora que estás a la moda, con tu cabello negro peinado con brillantina, serás explotado por las demás mujeres, fuimos hechos uno para el otro, sin mí nunca acabarás la novela, si me dejas me mato, dejaré una terrible nota de despedida. La miré bien y vi que Ligia estaba diciendo la más absoluta verdad y por algunos instantes me quedé en la duda, qué era mejor para un joven escritor, ¿un premio de la Academia o una mujer que se mata por él, dejando una carta de despedida, culpándolo de ese gesto de amor desesperado? Para mí la novela ya acabó, dije, y puse una cara sarcástica y salí dando un portazo con estruendo. Me quedé parado en el pasillo algún tiempo, esperando que Ligia abriera la puerta y me llamara como siempre hacía cuando discutíamos, pero ese día eso no ocurrió. Yo tenía ganas de volver, y me sentía solo y además de eso estaba preocupado con la muerte del negro, pero seguí adelante y anduve por las calles hasta que entré en un bar a tomar una cerveza. En la mesa de al lado había una mujer y le sonreí, ella me devolvió la sonrisa y al momento estábamos sentados en la misma mesa. Era estudiante de enfermera, pero lo que le gustaba era el cine y la poesía. Fernando Pessoa, Drumond, Camões (el lírico), aquella cosa masticada de siempre, Fellini, Godard, Buñuel, Bergman, siempre lo mismo, rayos, siempre las mismas figuras. Está claro que la cretina no me conocía. Cuando le dije que era escritor, noté que su rostro se encendió de curiosidad, pero al decir mi nombre, preguntó desanimada, ¿cómo?, y repetí y dio una sonrisa amarilla, nunca había oído hablar de mí. Tomamos caipiriña, en mi cabeza una nube agradable, Conrad diciendo que viví todo aquello y la chica repitiendo la pregunta, ¿sobre qué escribes? Sobre personas, dije, mi historia es sobre personas que no aprendieron a morir y tomamos algunas caipiriñas más. Escribe una historia de amor, dijo la enfermera, y ya era noche avanzada y fui hacia la casa, entré tambaleante y dije a Ligia que estaba en la cama durmiendo, ¿la historia que estamos escribiendo es de amor?, pero Ligia no me respondió, permaneció en su sueño profundo. Entonces vi el recado en la mesita de la cabecera, junto con el frasco vació de píldoras tranquilizantes: José, adiós, sin ti no puedo vivir, no te culpo de nada, te perdono; quiera Dios que un día te conviertas en un buen escritor, pero me parece difícil; viviría contigo, aunque impotente, pero tampoco de eso tienes la culpa, pobre infeliz. Ligia Castelo Branco. Sacudí a Ligia con fuerza, pero estaba en coma. Intenté telefonear, pero mi teléfono está descompuesto, zut, zut, Gustave, le mot juste, bajé las escaleras corriendo, cuando llegué a la cabina, vi que no tenía ficha para el aparato y a aquella hora estaba todo cerrado. Y de repente, ¡diablos!, apareció un asaltante, ¡rayos!, ¡maldita desgracia!, pero no, no, ahí reconocí al asaltante, era el mismo negro al que yo había disparado, ¡estaba vivo!

Un comentario

  • Mon febrero 16, 2013en1:36 pm

    Me lo apunto !!!

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