Un recorrido río arriba de una madre y su hijo, en busca de un encuentro que la madre preferiría evitar. Un viaje por una herida llena de peces y de angustia con un final que se adivina angustioso.
No me gustaría decir casi nada de la novela, porque la autora decide, sabiamente, en qué momento dar cada una de las informaciones que da y no me gustaría chafarle el plan. Sobre todo en un libro tan bello, tan bien construído, tan emotivo, cuya herida líquida alcanza también al lector. Que nos habla de la maternidad (las maternidades), el dolor, la violencia y la incertidumbre.
Normalmente mis lecturas están bastante pautadas, este libro lo cogí por un impulso (aunque la editorial es de toda confianza) y menudo descubrimiento. Una de las mejores lecturas de este año que empieza. Me ha conmovido hasta el tuétano. Impresionante.
Muy bueno.
Una papaya era lo más parecido a una barriga primeriza. Pensaba en la tristeza de las mujeres estériles o las que suplican arrodilladas en la iglesia por un bebé que no muera al quinto mes, que no explote dentro de ellas a media noche. A mí me habían regalado uno, quería ganármelo, merecerlo a punta de dolor como una madre. Al no ser mío, yo tenía claro que no sufriría de la misma forma: el niño no podría preguntar, acalorado y lleno de rabia, cuando le llamara la atención por algo mal hecho: «¿Entonces para qué me tuvo?». Sé que lo hará, cuando cumpla doce querrá herirme a propósito. Pero le recordaré lo que hablamos una vez en el patio: que no lo tuve, que lo recibí una noche mientras partía una papaya. Luego, no me preguntará por qué lo recibí, sino por qué su madre no lo quiso y su rabia se irá a otra parte. Todavía es muy pequeño para sentir ese dolor, quizás perdone a su madre y se quede con ella, como si yo nunca lo hubiera cargado. Por eso quería la barriga, vivir las etapas, como dicen. No iba a ser menos madre por no sentir un peso en el vientre.
Por primera vez, Carmen Emilia me acaricia la mejilla con el revés de su mano, que es todo menos suave. Me dice:
—Pobre muchacha.
Aves del paraíso, las únicas flores que encontramos para el ritual. El sabedor, antes de arreglar el cuerpo de Rossy, dice que también necesitamos flores blancas. Las monjas niegan con la cabeza, son las nueve de la noche, no hay tiempo para meternos en la selva.
—Puedo hacerlas con tela —interrumpo.
—Aquí no hay nada blanco: sábanas azules, mantel amarillo, ventanas sin cortinas —dice Carmen Emilia.
—Mi hábito es blanco, ¿sirve? —dice una de las monjas.
Extiendo el hábito sobre una de las camas del cuarto más grande, donde el niño se quedó dormido hace rato. Imagino que es aquí donde pasaremos la noche. Hay dos camas más, un camarote de dos pisos, un ventilador sin tapa encima de una mesita de noche, una repisa con una virgen que desconozco, el río en blanco y negro en un cuadro mediano, un velo rosa esconde una estantería de madera llena de sábanas y toallas. Todo viejo, gastado, pero limpio. El cucarrón que entró hace un momento por la ventana danza alrededor del único bombillo. Es pequeñito, aprovecha el silencio para darnos un concierto de golpes tontos y arrítmicos contra el techo.
Carmen Emilia no ayuda, me acompaña. Corto las siluetas de memoria: hago claveles, la flor que más me gusta. En una ocasión compré un libro de flores y plantas medicinales. Decía que algunas especies de claveles son comestibles, que calman la fiebre y, anteriormente, la gente se enviaba mensajes secretos entre sus pétalos. A mí me gustan por sencillas, no cargan con el peso de la belleza que tienen las rosas. A la gente le gustan por baratas, es la flor que más vendo.
Lleno el hábito de huecos, es una tela suave que huele a guardado, a monja. Los capullitos blancos caben en una canasta que encuentro bajo la cama. Carmen Emilia saca un perfume de su bolso y rocía las flores, dice que ahora sí son de verdad. Huelen a una señora del Chocó.
2 comentarios
Gracias por la recomendación. Lo leeré. Saludos.
Creo que te gustará. Esta editorial saca títulos muy interesantes.