Layla Martínez. Carcoma.

abril 14, 2023

Layla Martínez, Carcoma
Amor de madre, 2021. 140 páginas.

Una abuela y una nieta viven en una casa cargada de odio, de fantasmas que se resisten a marchar, de secretos oscuros, de una carcoma de odio que infecta el alma y pudre a quien vive allí, pero de la que no pueden -o no quieren- escapar.

Novela pequeña pero muy grande. Excelente ambientación de terror para dar cobijo a una historia de lucha de clases, de oprimidos llenos de rencor que no se resignan a su suerte y que aunque los bandazos de la vida los maltraten sin miramientos tienen el alma encendida de odio y pocas ganas de rendirse.

Al principio me encantaron los elementos sobrenaturales pero al final acabé pensando que la historia es tan potente que no le hacían falta, aunque no sobran. Lleva 39 ediciones y se puede entender. En estos tiempos en los que se ha instalado el relato de que si persigues tus sueños llegarás a donde quieras es refrescante leer una historia llena de rencor de clase. Mis aplausos.

Muy buena.

Busqué a la vieja por toda la casa. En la cocina la olla estaba al fuego pero ella no aparecía. Tampoco la vi en ninguno de sus escondites, el arcón estaba vacío y la alacena llena de conservas que la vieja debía de haber hecho mientras mi flojera. Debajo de la cama no miré porque ahí yo no molesto, pero tampoco estaba porque los zapatos que asomaban tenían las puntas raídas y los tacones gastados. Abrí la puerta delantera y salí al patio. La luz del sol me hizo cerrar los ojos. Había perdido la cuenta de los días que llevaba sin pisar el exterior. Me aparté el pelo enredado de la cara y me senté en el poyete. Apestaba a sudor y a enfermedad y había vuelto a adelgazar, se me notaban los huesos por todas partes.
Me estaba palpando las costillas cuando oí algo. A unos metros de la verja del patio, en el camino de tierra que llevaba hasta la casa, había una chica. Llevaba vaqueros de tiro alto y una camiseta blanca de manga corta, el pelo oscuro y liso le llegaba casi hasta la cintura. Tenía pinta de adolescente, no debía de tener más de diecisiete o dieciocho años. Estaba demasiado lejos para distinguir su rostro pero me sonaba de algo, como si la hubiese visto antes. En este pueblo de mierda nos conocemos todos pero no era eso, no era de aquí o al menos no era de ahora.
Parecía desorientada. Se había parado en mitad del camino, daba la sensación de que no recordaba a dónde se dirigía. Se dio la vuelta y avanzó un par de pasos, pero se detuvo de nuevo. Miró a su alrededor incapaz de decidirse. Tenía pinta de estar perdida como si buscase algo que no era capaz de encontrar o como si ni siquiera supiese qué estaba buscando. Me acerqué a la verja para gritarle si necesitaba algo si podía ayudarla si quería al menos un vaso de agua porque el sol a esas horas no dejaba nada sin abrasar sin quemar sin malograr pero no llegué a hacerlo porque comenzó a andar alejándose de la casa. Enseguida desapareció detrás de un repecho.
Me di la vuelta para volver dentro. Necesitaba ducharme y quitarme de encima todo el sudor toda la grasa toda la mugre. Al girarme me di cuenta de que la vieja había colgado una estampa de la parra. San Sebastián atado a la columna con el cuerpo y la cabeza atravesados por flechas, hermoso como hortensia o como volcán. El rostro roto de dolor, la carne desgarrada de heridas, el torso derrumbado de tormento, el pañuelo que apenas le cubría el sexo, la mirada suplicante pidiéndole a los cielos una misericordia un alivio quién sabe si una venganza que no iba a tener.
Ay, niña, ya estás mejor, dijo la vieja a mi espalda abriendo la puerta de la verja. Traía una bolsa llena de acelgas y las uñas negras de barro pero los zapatos relucientes como acabados de lustrar. Miró la estampa y luego me miró a mí y dijo el santito se te ha llevado el dolor. Ya, le contesté por decir algo porque yo a la vieja esas cosas se las consiento pero no se las creo. Sebastián se lleva las enfermedades y las pestes, dijo, y a mí se me vino la rabia al cuerpo. Qué peste va a venir de fuera que sea peor que la que hay dentro, escupí, y la vieja me miró con esa mirada que tanto miedo le da a los del pueblo como de mirarte por dentro y que a mí también me lo daba entonces pero ya no, desde que pasó lo que pasó ya no.

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