Random House Mondadori, 2013. 576 páginas.
Parece ser que el Necronomicon existe y tiene ciertos poderes… ¿Quién mejor que Lovecraft, el escritor que lo inventó, para encontrarlo? Acompañado de los escritores Frank Belknap Long y Robert E. Howard se lanzarán a la búsqueda de un misterioso ejemplar a las órdenes de una anciana viuda de un multimillonario. Por el camino se encontrarán con personajes como Crowley o el misterioso socio 555 (cuya identidad no revelaré), visitarán Londres, Berlín y Damasco, se enfrentarán a persecuciones, tiroteos, secuestros y palizas varias para descubrir cuál es el secreto detrás del libro más famoso sobre la magia negra.
Libraco. He disfrutado como un cochino jabalí con su lectura. El autor construye muy bien la historia, le da un ritmo trepidante, introduce personajes reales con una habilidad pasmosa, encajando hechos reales (como el encuentro entre Pessoa y Crowley o los comienzos de la alemania nazi) en una trama delirante que incorpora todo el imaginario del loco de Providence.
Si aquel Territorio Lovecraft fue en conjunto bastante decepcionante y la adaptación a serie todavía peor, estos Nombres muertos son una gozada dedicada a los amantes del género y, si lo adaptaran a serie, sería algo espectacular.
Llegué al autor por una antología infame en la que él era uno de los pocos que se salvaban y en este libro me demuestra su talento como narrador con una historia apasionante.
Muy bueno.
Era una habitación con dimensiones de salón de baile ruso, aunque pobremente iluminada. Las mismas líneas ondulantes reptaban por el suelo y el techo. Solo había tres paredes; donde debería haber estado la cuarta había una cristalera desde la que se contemplaba el panorama más sobrecogedor que Frank Long hubiera visto jamás. La ciudad entera estaba a sus pies. Una sinfonía de luces de colores, de estrellas y agujeros negros, de semáforos y coches y millones de cabezas pensantes atravesando sus calles como linfocitos en las venas de un cuerpo vivo. Long sintió que podía inventar constelaciones en aquel mosaico titilante.
—Yo también me sentí así la primera vez que la vi.
No había sido Justin quien había hablado. Tan absorto se encontraba en la contemplación de aquel segundo cielo, que no se había percatado de que la habitación no estaba vacía. En el centro había una cama, rodeada de un lienzo de lino blanco como los que se usaban en Luisiana para mantener a raya a las moscas. La voz agrietada había salido de aquella cama, donde un cuerpo pequeño y mustio le contemplaba con ojos brillantes de fiebre.
Long miró a Justin.
—Adelante. Ha venido usted para esto.
Se acercó con cautela, sin saber aún qué estaba sucediendo, pero sintiendo en su estómago un excitante cosquilleo. No importaba lo que pasase en aquel momento; desde que se habían abierto las puertas del ascensor sabía que aquella iba a ser una historia que contaría durante toda su vida. Quién sabe, Belknapius, este podría ser incluso el germen de tu primera novela de verdad. La que te aleje para siempre de los círculos marginales de los escritores de terror.
Antes de que sus pensamientos discurrieran por los senderos de la gloria literaria, la visión del cuerpo en la cama los cercenó de un tajo limpio.
No conseguía distinguirlo bien, pero lo que podía entrever era suficiente. La persona en aquella cama había sufrido lo indecible. Su cuerpo postergado era el prólogo de una tumba. Su piel estaba blanca como la tiza, y había adquirido la misma textura desmenuzada y sucia. Al menos tres goteros se introducían a través del lienzo en aquel mundo en miniatura. Varios cables surgían por la parte de atrás, conectando a su ocupante a otras tantas máquinas con aspecto de nevera extraterrestre. Una de ellas marcaba con una aguja los latidos de su corazón revenido. Su respiración era un hilo finísimo, angustioso. El olor de los antibióticos embriagaba el olfato. Estaba frente a la enfermedad, la muerte de sus seres queridos, la languidez de la vida que les esperaba a todos.
—Dígame, señor Long: ¿qué le ha impresionado más: lo que ve ahí fuera o lo que ve aquí dentro?
La voz surgía de aquel bulto en la cama. Long estuvo a punto de soltar la respuesta más educada de inmediato. Entonces cayó en la cuenta de que quien le hablaba desde detrás del lienzo era una mujer. Como si ambas cosas estuviesen relacionadas, lo pensó mejor y decidió optar por la sinceridad.
—Me impresiona la combinación de ambas. Si viviera delante de esta ventana y estuviera en esa cama, volaría cada noche en sueños.
Una risa extraña sacudió a la mujer, como un murmullo de hojarasca. Incluso Long supo reconocer que aquello no era bueno para ella. El joven irlandés, Justin, se situó a su lado y puso la palma sobre la telilla. Long se percató de que por su muñeca también asomaba la punta de un tatuaje. Justin susurró palabras que se le escaparon por completo, como si el sonido le esquivara justo antes de entrar en sus oídos. Ignoraba por qué se le había ocurrido semejante idea absurda.
—Ya me calmo, Justin, ya me calmo. Bienvenido, señor Long. ¿Me permite que le llame Frank?
—Por favor. Pero me gustaría saber cómo debo llamarla yo. Amén de qué estoy haciendo aquí, claro.
No hay comentarios