Eloy Tizón. Parpadeos.

diciembre 15, 2017

Eloy Tizón, Parpadeos
Anagrama, 2006. 144 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

ANIMALES EN CASA
Pájaro llanto
Pez volador
El inspector de equipajes
La tristeza del león
Los invasores
Palabras textuales

PARPADEOS
Teoría del hueco
Estrellas, estrellas
Sobremesa o fin del mundo
El mercurio de los termómetros
Retrato robot
Cimas blancas contra el cielo azul
Parpadeos

¿Son cuentos malos? No, pero son los peores que he leído de Eloy Tizón. Un autor al que considero uno de los mejores -si no el mejor- cuentista de este país. Con un debut brillante que fue Velocidad de los jardines y que hace poco publicó otro igualmente genial: Técnicas de iluminación. Los cuentos de esta antología no dan la talla. Se salva el microrrelato Sobremesa o fin del mundo, está muy bien (autobiográfico, un casero fantasmal y las referencias a la muerte) Parpadeos y el que más me ha gustado El mercurio de los termómetros (donde la muerte, el olvido, es el protagonista).

Esos tres cuentos, magníficos, salvan al libro. Pero el resto son bastante normalitos y alguno -me parecía imposible- mediocre. El ejemplar que leí lo saqué de la biblioteca y está bastante anotado, con lápiz. Incluyendo una puntuación final de los relatos en el que abundan los nueves. Lo comento para que tengan otra opinión.

Oh tía, y teníamos sus señas y sabíamos que vivía en esa calle concreta, encima de esa farmacia, y un frío y soleado día de invierno nos decidimos a visitarla por fin a su casa de provincias, allí nos presentamos sin avisar y usted no pareció asombrada de vernos y nos recibió en el umbral y roía algo pequeño, oh tía, me parece que una manzana más pequeña de lo normal, la mitad de una manzana, o incluso menos, un tercio, y extrañamente redonda. Así que allí estaba usted, tía, entre sus muebles menguados, royendo su extraña fruta igual que si royese su existencia provinciana y chasqueando la lengua con disimulo. En el suelo, un felpudo saludaba: «Bienvenidos». Nos restregamos los pies por turnos. Nos besamos ante la-puerta. Entrad, entrad. Y entramos.
Su casa. Por aquí. El pasillo. Cuidado. Oh. Chocamos unos contra otros. Nos disculpamos. Se abrieron y cerraron puertas que parecían, cómo decir, de matrimonio. Gatos bordados en cojines. Sonería de relojes. Campanillas, tintineos, bisbíseos, roces, casi daba apuro hablar en voz alta, la tía nos precedió, avanzamos de puntillas por el pasillo como con miedo de no llegar o de estropear el aire, de profanarlo, y los objetos danzaban alegremente a nuestro alrededor, en señal de bienvenida, tapetes, fotos, aparadores, espejos, como perros que acudiesen a olfatearnos las manos. Y una habitación sucedió a otra, y los techos se deslizaron con suavidad hacia atrás, cada vez más rápido, más
lento, con sus pesadas colgaduras y mis i.k imOl di láltlpl ras, encendidas o apagadas, y nos salió al pMQ un \. itdoi —hubo que esquivarlo— y una luz gelatinosa Latió -il fondo del pasillo. O eso nos pareció a nosotros. Tuvimos c|iu atravesar ese aire enrarecido y espeso, lleno del Oxígeno respirado en otros tiempos, mangas de abrigo, macetfkli I’ quenes, plantas carnívoras, selvas malayas, bosques de k> níferas, islas de plomo derretido, volcanes en erupción, qué odisea. Y al final de todo aquello: un silloncito de orejas. -Aquí es -dijo la tía. Y añadió, a modo de explicación-: Llevo todo el mes queriéndome comprar un lápiz. Todo, allí, era de una escala reducida, la silla, la mesa, los libros (no había). El gato, hecho un ovillo en la alfombra, parecía un ratón. Metido dentro de una botella, flotaba suspendido un caballito de mar disecado. Un reloj de cuco (tic) picaba el tiempo (tac).

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