Tránsito, 2018. 104 páginas.
Tit. or. La mémoire de l’air. Trad. Raquel Vicedo.
Todo comienza con un sueño en el que la protagonista ve a una mujer muerta dentro de un pozo. La narración se desliza a su última relación, tormentosa, hasta el punto que nos habla de su pareja como ‘el de antes’ que acaba siendo Deantes. Después se desliza todavía más abajo hasta un recuerdo traumático de su juventud.
Una prosa delicada que te pega puñetazos en el estómago. La trama se desenvuelve con tranquilidad, con mucha calma, y se te va pegando en la piel, y te va dejando heridas que apenas se ven. Una delicia de libro, a pesar de su dureza y de lo desvalida que está la protagonista -o precisamente por eso.
Mucho ojo con la editorial Tránsito que está publicando pequeñas maravillas.
Muy bueno.
Parece que todo amor es político. Es político el modo en que una mano se posa sobre la nuca, la rodilla, el vientre; la historia que ha modelado esa mano, la memoria que la dirige, su intención secreta. Las manos de Deantes eran pesadas, igual que decimos de un sueño que es pesado hasta tal punto que sólo salimos de él con pesar. Ellas me poseían, no hay otra palabra, ellas que además escribían, pero que también habían trabajado en el jardín, cortado leña, doblado hierro. Tiempo atrás había hecho de todo, con esas manos que yo había conocido demasiado tarde. Él me repetía que todo aquello ya no servía para nada, que ya no tenía ganas, que se aburría, que su existencia ya no tenía sentido, salvo por escribir y hacer el amor. Yo no sé si esas dos acciones están relacionadas hasta el punto de depender la una de la otra. Cada vez queda más lejos el tiempo en que Deantes me decía: «Lo único que sigue funcionando en mí cuando nada más lo hace es la escritura y el sexo». Parecía satisfecho de constatarlo. Yo estaba agotada. No por el sexo, ni por la escritura, que ofrece tantas sorpresas y variaciones, de entrada nada me agota. Simplemente, él no debería haberme repetido un día tras otro que había echado a perder su vida, que nada funcionaría jamás, no tendría que haberme convertido, cada vez que llegaba a su casa, en aquella cosa muda colocada en el
sofá tras descargar sobre mí durante una hora todo aquello que no había podido ser, que no marchaba, que no sucedería jamás, y después, una vez hecha esa limpieza, cuando yo estaba llena y él agradablemente vacío, esperar que tomara la iniciativa y estuviera dispuesta a formar con él, por utilizar su expresión, una «pareja normal».
La tristeza de los hombres es una enfermedad que me contamina con bastante facilidad, no estoy hecha de mármol ni de goma ni de jabón ni de nube, su desaliento no me resbala, penetra, mi piel es una esponja. Aprovecho para comentar que determinadas personas me toman como testigo como si yo careciera por completo de vida personal. La menor de mis reacciones —apoyo, consejo, nerviosismo— les molesta enormemente. Prefieren que me mantenga en silencio y tranquila, como una muerta sonriente.
Un comentario
Pues lo leeré, porque otro libro suyo de relatos, Estamos en el borde, publicado también por Tránsito, me gustó mucho.
Saludos,
Francisco