Bohumil Hrabal. La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo.

febrero 5, 2019

Bohumil Hrabal, La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo
Destino, 1995. 192 páginas.
Tit. Or. Městečko, kde se zastavil čas. Trad. Monika Zgustová.

Memorias de un muchacho que empieza el libro queriéndose tatuar un barco y consigue, en cambio, una sirena. Pero los protagonistas serán su padre, encargado de una fábrica de cerveza y su tío Pepín, todo un personaje que derrocha encanto con la misma facilidad con que derrocha lo que gana. La llegada de la guerra y el comunismo dará un vuelco a la situación de la familia.

Una historia repleta de historias y anécdotas cotidianas de la vida en esa ciudad que parece al margen del tiempo pero que al final acaba sucumbiendo a la historia con mayúsculas. Muy divertida y tierna, el ojo del autor retrata con tono amable incluso los momentos más crueles, bajo la ocupación nazi y la posterior liberación por el ejército ruso. Los personajes son impagables, sobre todo el tío Pepín, sinvergüenza que siempre cae de pie gracias en muchas ocasiones a la mano que le tiende su hermano.

A mitad de camino entre la fábula desenfadada y el retrato de una época pasada. Otra reseña: La pequeña ciudad donde el timepo se detuvo.

Muy recomendable.

Y mi padre, escondido detrás del armario, juntó las manos con desesperación y dijo bajito: «¡Que no, que no es verdad! Durante la guerra se tiró al fondo de la primera trinchera cuando oyó el primer tiro de fusil, y allí esperó a que se acabara la batalla…». Y el tío Pepin rugía: «¡A mí nadie me falta al respeto, si no, saco mi revólver y ¡pum-pum!, todo el mundo se arrastra en un pozo de sangre!». Y mi padre no cesaba de juntar las manos y alzarlas al cielo y torturarse con la verdad: «Pero si él siempre tenía tanto miedo que yo me veía obligado a ir a buscarle al trabajo para acompañarle a casa, a los veinticinco años aún se escondía en un rinconcito, ¡tanto miedo le daba todo!». Y el tío Pepin gritaba: «¡Fuera! ¡Aquí paso yo! ¡Yo, que en la antigua Austrohungría era el más guapo de todos, aquel por cuya culpa las bellezas más famosas se suicidaban! ¡Y delante de mi foto las muchachas se quedaban de piedra y se peleaban por mí y yo lo oía todo y era fabuloso y luego yo caminaba con unos humos…!». La alegría del tío Pepin se difundía por todas partes, sólo mi padre, desde su escondrijo, levantaba los brazos y murmuraba: «¡Mentira pura, desde pequeño tenía granos por toda la cara y a los veintidós años le salieron tantos forúnculos que las vendas se le llenaban de sangre!». Pero desde la puerta del despacho, la voz del tío subía hacia el cielo tan alegremente como el humo del sacrificio de Abel: «¡El capitán Hovorka prefería pasar un rato charlando conmigo antes que con cualquier otro, yo era el oficial adjunto del comandante Tonsera y le llevaba el sable!». Y la tímida voz de mi padre se arrastraba por el suelo como el humo del sacrificio de Caín: «¡Nada de eso es verdad, si él, durante la guerra, no tenía ningún cargo, y para sacarse esa foto que enseña a todo dios, había pedido a alguien que le prestara un uniforme de oficial!». Mi padre se quejaba al cielo, pero yo sabía que a Dios la verdad le importaba tres pepinos; a Dios le gustan los locos y los lunáticos y aquellos a los que les falta un tornillo y los entusiastas, personas como mi tío Pepin, Dios admira las mentiras repetidas con fe, las mentiras entusiastas le resultan más agradables que una verdad razonable, sosa y aburrida, como la de mi padre, que la pronunciaba para denigrar al tío ante mis ojos y a los ojos de mi madre que con el tío había hecho mil y una diabluras, a cual más divertida, tanto que yo me meaba de risa y lloraba de risa y me retorcía tanto que creía que en cualquier momento llegaría un milagro, que en nuestra cocina aparecería el san Hilario de la plaza principal, el patrón de la risa sana.


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