Un pintor abatido por la muerte de su mujer y su hijo recibe el encargo de pintar un retrato muy particular. Esto pondrá en marcha una cadena de acontecimientos que resucitarán oscuros secretos del pasado.
Cosas a favor: El lenguaje, más cuidado de lo habitual en este tipo de novelas. La trama, llena de sorpresas que te mantiene en vilo hasta el final.
Cosas en contra. El hilo conductor de la historia, la pérdida de los hijos de varios de los personajes, llega un momento que se hace inverosímil. Que todos los personajes estén relacionados me parece poco creíble.
Pero se lee con gusto.
Paseó sin prisa con su bolsa de dibujo cruzada sobre el pecho hacia el Palacio de Cristal. De un modo u otro, sus pasos siempre lo dirigían allí. Le gustaba sentarse durante horas en la orilla del estanque y observar los cipreses de Pantano; le fascinaban aquellos árboles de tallo liso y esbelto, capaces de arraigar en el fondo lodoso.
Recordaba la última vez que estuvo allí con Elena y con Tania.
Elena estaba guapísima, dentro de un tejano ceñido con el dobladillo por la pantorrilla y una camiseta de tirantes con colores blancos y negros que caían en la tela casi por azar.
—¿Por qué te enamoraste de mí? —murmuró Eduardo, acariciando aquel recuerdo. Solía hacerle a Elena esa pregunta, y ella respondía siempre con una carcajada alegre, sincera, y lo besaba en los labios sin contestarle. Nunca le dio una razón; se limitó a hacerlo el hombre más feliz del mundo.
Cogió una pequeña piedra y la lanzó sobre la superficie calma del estanque intentando hacerla rebotar. La piedra lisa dio dos brincos y se hundió dejando una amplia onda que pronto desapareció también. Eduardo sonrió, recordando los concursos que hacía allí con Tania. Ella siempre le ganaba, sus lascas cruzaban el estanque de punta a punta. Era una niña que estaba a disgusto con su cuerpo cambiante, a punto de transformarse en algo que la asustaba y la dejaba perpleja a la vez. Tania tenía catorce años, y en sus ojazos ya se vislumbraba una rebeldía que apenas había empezado a mostrar con nimiedades, desafiante, respondona y contradictoria, que él no sabía manejar. De haber tenido tiempo, habría superado a su madre en hermosura y en carácter.
Otro tipo de árboles, los castaños de Indias, robustos y firmemente afianzados en la tierra, bordeaban la orilla derecha. Al alzar la cabeza, Eduardo vio a una mujer entre la celosía hecha de hojas y ramas. Fumaba abstraída bajo las copas goteantes, contemplando la superficie del estanque. Vuelta de medio lado, tenía la clase de expresión que emerge de una profunda reflexión. Un levísimo gesto
de desilusión o de tristeza asomaba en sus labios, como la punta del iceberg de sus pensamientos. El rostro era delgado, como si hubiese pasado una larga enfermedad de la que todavía estaba convaleciente. Una gabardina de color marrón descansaba sobre su muslo, a juego con una falda \ un pulóver del mismo color que los zapatos de tacón. Su pelo era abundante y muy negro y caía sobre un hombro con cierto desorden juvenil.
Durante un largo minuto, Eduardo estuvo observándola. Sabía reconocer un rostro excepcional cuando lo veía. Extrajo de la bolsa el bloc de dibujo y un carboncillo y con rápidos trazos delimitó el perfil antes de que desapareciera Aquella estampa de autenticidad. Sin ser consciente de que era observada, aquella desconocida le ofrecía un pequeño recodo de sinceridad, le mostraba quién era como no lo hubiera hecho ni siquiera posando desnuda para él en el diván de su habitación. Al sentirnos examinados, incluso en la verdad de nuestra intención existe la semilla de la mentira.
Tan pronto se diese cuenta de que era vigilada, la expresión ingenua, de sincera decencia de aquella mujer se esfumaría y ya no podría volver a recuperarla. Y con ella se evaporaría para siempre la imagen de Elena que Eduardo acababa de evocar. Elena estaba muerta. Y sin embargo, cuanto más contemplaba la silueta de aquella mujer, más perplejo se sentía, más turbado con su presencia. Porque en cierto modo, aquella mujer era el reflejo exacto de su esposa, su imagen distorsionada al otro lado de un espejo invisible. Como si le hubieran arrancado la piel para habitar otro cuerpo y poder así seguir viviendo.
El espejismo duró aún unos preciosos minutos. Hasta que, con un gesto relajado, la mujer se recogió parte de la melena y sus ojos se encontraron con los de Eduardo. Durante una décima de segundo todavía fue ella, como si sus pupilas siguieran prendidas en el fondo del estanque sin verlo, rebosantes de una cálida y aposentada suavidad. Pero esa mirada se evaporó inmediatamente dejando sitio a una retahila confusa de quejas. La mujer recogió la gabardina con brusquedad y se alejó entre los árboles.
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