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Nueva dimensión 69
Pero que si quitamos las páginas verdes donde hay un cuento de Frabetti que más parece un ensayo matemático nos quedamos con dos premios Hugo. Hombres y dragones de Jack Vance (que ya reseñamos aquí: Jack Vance) y No hay tregua con los reyes de Paul Anderson, que comparte ambiente post-post- apocalíptico con intervención extraterrestre, donde la civilización intenta salir adelante con peleas entre facciones en una norteamérica que ya no se parece nada a la del pasado.
Bastante bueno.
En la alta Sierra la primavera es húmeda y fría, las nieves de los bosques y las rocas gigantescas se funden y forman ríos que corren por los cañones. El viento riza las aguas que cubren los caminos. Los primeros brotes verdes de los álamos parecen extremadamente tiernos comparados con los pinos y abetos que alzan sus ramas al cielo brillante. Un cuervo desciende al suelo, croc, croc, cuidado con ese maldito halcón. Al fin se deja atrás el bosque y el mundo se transforma en una inmensidad de color azul grisáceo. El sol arde sobre los restos de la nieve y el viento suena huecamente en los oídos de los hombres.
El capitán Thomas Danielis, de la artillería de campaña del ejército leal de los Estados Pacíficos, dio media vuelta con su caballo. Era un joven moreno, delgado y de nariz roma. Detrás de él un escuadrón resbaló y maldijo, chorreando barro de los cascos a los pies, tratando de empujar un tractor de artillería atascado. El motor de alcohol era demasiado débil y apenas movía las ruedas. Los infantes se adelantaron, encorvados, agotados por la altitud, la noche pasada en un terreno húmedo, y el peso del hielo en las botas. Doblaron un promontorio, afilado como una proa, subieron por un camino serpeante, y aparecieron al fin en lo alto de la loma.
Eran buenos hombres, pensó Danielis. Sucios, tercos, se esforzaban todo lo posible, jurando y maldiciendo. Esa noche, por lo menos, comerían algo caliente, aunque tuvieran que echar en la olla al mismísimo sargento de intendencia.
Los cascos del caballo golpearon el antiguo cemento que emergía en el barro. Si estos fuesen los viejos días… pero los deseos no eran balas. Más allá de esa región se extendían unas tierras desérticas, reclamadas por los Santos. Ya no eran una amenaza, aunque aún se comerciaba con ellos, en una escala muy reducida. Por este motivo se había pensado que no valía la pena reparar las carreteras de la montaña. El ferrocarril terminaba en Hangtown, y la fuerza expedicionaria marchaba hacia Tahoe cruzando bosques desiertos y mesetas heladas. Que Dios ayudara a los pobres bastardos.
Que Dios los ayudara en Nakamura, también, pensó Danielis. Apretó los labios, golpeó las manos, y espoleó al animal con una violencia inútil. Las cuatro herraduras chispearon mientras el caballo se lanzaba por el camino hacia la cima de la loma El sable le golpeaba la pierna a Danielis.
Tiró de las riendas y sacó los anteojos de campaña. Desde allí se veían unas estribaciones montañosas, con sombras de nubes que flotaban sobre desfiladeros y peñascos, se hundían en la oscuridad de un cañón y reaparecían del otro lado. Alrededor, asomaban unas pocas hierbas, y una marmota que salía demasiado pronto de su sueño invernal silbaba en alguna parte entre las piedras. No se vislumbraba aún el castillo. No había esperado verlo, por otra parte. Conocía muy bien esta región, demasiado bien,
Era raro, sin embargo, que no viesen encontrado señales de actividad hostil. Hasta ese momento no hablan visto nunca al enemigo, ni a nadie en verdad. Las patrullas habían salido a buscar unidades rebeldes que no parecían, y habían cabalgado cm los hombros en tensión temiendo las flechas, que no llegaban, de los arqueros emboscados. El viejo Jimbo Mackenzie no era hombre que pudiera quedarse quieto en una fortaleza amurallada, y el regimiento no había recibido en vano el apodo de Piedras Rodantes.
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