Páginas de espuma, 2008. 250 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
Silencio tan de Silvia, Carlos Castán
El principio de la continuación, Antonio Alamo
Cubriré de flores tu palidez, Eloy Tizón
Copia en blanco y negro, Santiago Sylvester
Gente extraña, Josan Hatero
El amante de la capilla, Alfonso Cueto
Autobús, Luis Mateo Diez
La divina proporción, Esther Cross
Eros bifronte, Rosa Chacel
No, Antonio di Benedetto
Conseja, Emilio S. Belaval
Inevitable, Carmen Cecilia Suárez
Pigmalión, Manuel Vázquez Montalbán
Felicidad, Mercé Rodoreda
¿ Te gusta Brahms?, Linda Berrón
Malentendidos, Adolfo Bioy Casares
Jabón, Juan Carlos Onetti
El cortejo secreto, Oscar Peyrou
El noreste, Femando Quiñones
Albina, Héctor Bianciotti
Alrededor del amor porque el título no engaña, y aunque es el genérico de este tipo de antologías de Páginas de Espuma (Cuentos de…) en esta ocasión queda un poco cursi. También como en otras la calidad es bastante irregular. Frente a relatos magníficos como Cubriré de flores tu palidez de Tizón, excelentes como Copia en blanco y negro y Pigmalión hay muchos bastante mediocres -o que a mí no me han despertado ninguna emoción- y alguno realmente malo.
Lo acabé, como siempre, por cabezonería, y por el efecto kinder sorpresa; a ver si algún cuento destaca al final, pero desde la mitad del libro se me gastó el amor de tanto usarlo.
Se deja leer.
La broma fue lo suficientemente ambigua como para que me permitiera citarla al día siguiente por la tarde en el mismo parque. Le llevé dos libros de seguro éxito: La balada del café triste de Carson McCullers y Principios Fundamentales de Política de Montenegro. No se esperaba un asalto semejante, ni que yo tuviera perfectamente calculados y experimentados los efectos de tales lecturas. Los relatos de Carson McCullers le harían suponer una hipersensibilidad hasta entonces desconocida, directamente conectada con la mía, como si por el mero hecho de leerlos ya perteneciera a la comunión de los seres más sensibles y entrañables de este mundo. En cuanto al breviario de formación política, la introduciría en un caos de formulaciones conceptuales, en todo opuesto a la jerarquización de valores usados en la construcción de una vida de renta limitada, con segunda residencia en el campo y algún que otro viaje en busca de porno e imaginación. La siembra de la duda política me había aportado en el pasado resultados inestimables, entre mujeres que consideraban que la castidad era uno de los principios fundamentales del franquismo y que a través de convulsiones políticas se prestaban a una segunda fase de politización por vía vaginal.
Le apliqué sistemáticamente el plan de seducción cultural, adaptando a sus peculiaridades experiencias anteriores, modificando el método en función de las necesidades de Irene. Proseguí el tratamiento a base de relatos sensibles y divulgación democrática, antes de enfrentarla a libros de poemas incitadores al compromiso o ensayos como El segundo sexo que ya exigían una decidida voluntad de perdición por los morbosos pasillos de las verdades prohibidas. La lectura del libro de la Beauvoir precipitó las consecuencias. Los déficits lingüísticos de Irene la obligaron a entregarse a mi asesoría, a confiar en mí como en un sacerdote poseedor del latín y con él del lenguaje único para comunicarse con las divinidades. Pronto advertí que pese a la dimensión estrictamente intelectual y ajardinada de nuestros encuentros, las distancias físicas decrecían y nuestros muslos se juntaban para apoyar el mismo libro. Al tuteo siguió ese toque precipitado con las manos colgantes de brazos blandos y contenidos que subraya conceptos y llamadas aparentemente, pero que esconde la tentación del abrazo. Como si saliera de una grave enfermedad de estupidez burguesa, la convaleciente Irene mejoraba el color de su espíritu y su cuerpo se me acercaba con tanto apetito como su cerebro. Fue entonces cuando trabajé para hacerle incómodos nuestros encuentros al aire libre.
—Aquella señora que parece la mujer de un veterinario no nos quita el ojo de encima. Debe pensar que somos amantes.
—No. Si no estoy tranquila. Un día va a verme un vecino o un familiar. Y si mi marido se entera…
—Se entera, ¿de qué?
—De esto.
—¿De este cursillo de Universidad a distancia?
Se echó a reír y me dio un golpe con la mano lenta, tanto que se quedó sobre mi hombro el tiempo suficiente para que yo la cogiera y la acariciara con un roce tan suave como nuestras relaciones hasta entonces. Ella no sabía dónde esconder la mirada y entonces abandoné su mano, articulé mi brazo con todas las consecuencias y pasé el dorso de mis dedos por su mejilla arrebolada. Después la mano en su caída se apoderó de la parte desnuda de su brazo y le apreté la carne dura y fría como transmitiéndole un mensaje de frustración y querencia. Para entonces ya me miraba tratando de que mis ojos o mis labios le dijeran lo mismo que mis dedos. Me puse en pie.
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