Valdemar, 2012. 240 páginas.
Tit. or. Noctuary. Trad. Marta Lila Murillo.
Recopilación de los primeros cuentos de Ligotti, un escritor que se ha ido haciendo un nombre en el género del terror, del que ya había leído un libro que veo no tengo reseña porque se debió perder en el bosque electrónico.
Más que historias de miedo lo que Ligtotti dibuja son paisajes inquietantes, horrores que se adivinan pero pocas veces se nombran, todo con un lenguaje algo barroco y de sabor añejo que le va bastante bien a sus relatos. Personalmente, ni me gustó demasiado el primero que leí, ni éste me ha convencido tampoco. Los cuentos de la tercera parte no están mal y algunos de la primera (COnversaciones en una lengua muerta, El ángel de la señora Rinaldi) también me han gustado.
Pero sin negarle calidad -que la tiene- no es un autor para mi gusto.
Está bien.
OTOÑAL
Cuando el paisaje muere, descendiendo flagrante hasta la tierra, solo nosotros nos alzamos. Después de que la luz y el calor hayan desaparecido del mundo, cuando todos sufren melancolía junto a la tumba de la naturaleza, solo nosotros regresamos para hacerles compañía. Ésta es la estación en la que renacemos. El suave susurro de los árboles de verano se ha transformado en un seco chirrido en el gélido viento, y sentimos un hormigueo en nuestros oídos mientras yacemos en las oscuras profundidades de nuestros lechos. Hojas secas arañan nuestras puertas, llamándonos para que salgamos de nuestros solitarios hogares.
Vamos atontados a la deriva alejándonos de las sombras: acomodados en el olvido, no disfrutamos especialmente de que nos saquen al abrasador aire para la distracción de algún desconocido y travieso creador, un bromista cósmico, maestro de los trucos. Pero puede que haya una vieja granja donde campos en otro tiempo abundantes y perfectamente arados, ahora se extienden en barbecho y abandonados por todo a excepción de unas cuantas cañas desgreñadas. Somos testigos de la escena y, con lo que nos queda de nuestros labios, sonreímos. Bajo una afilada luna guadaña, ahora ansiamos saciarnos.
No odiamos a los vivos, o al menos no más que la noche odia al día; como ellos, se nos ha asignado una tarea que debemos realizar lo mejor que podemos. Por muy asqueados que nos sintamos, somos irremediablemente supersticiosos acerca de rehuir ciertas obligaciones, y es que hay algunas obligaciones que ni tan siquiera la fuerza de un letargo póstumo puede eludir.
Así pues, las noches en las que una lluvia gélida gotea de los aleros, cuando todas las barreras de luz y exuberancia caen, nuestras imágenes aparecen para acechar y atormentar. Siluetas marchitas en las entradas, bultos agazapados en rincones, formas descarnadas en sótanos y áticos… ¡repentinamente encendidos por un relámpago! O quizás iluminados por la llama pasajera de una vela, o el suave fulgor azul de la luz de la luna. Pero no se produce realmente ninguna conmoción, ninguna sorpresa. Los desafortunados testigos de nuestra demente verdad ya están medio idiotizados por la aterradora espera. Nuestro horror es esperado, dadas las antinaturales propensiones de la estación del año.
Cuando el mundo se torna gris de camino al blanco, todos los corazones vivos nos invocan con su miedo, y si las circunstancias son favorables respondemos. Nos llevamos a tantos como podemos a la tumba con nosotros, porque ésa es nuestra tarea. Nuestro ciclo inconsciente va a destiempo de las estaciones de la naturaleza: nosotros vamos por nuestro propio camino, divagaciones de materia que ansían acabar con la farsa de todas las estaciones, naturales o sobrenaturales.
Y siempre soñamos con el día en el que todos los fuegos del verano se apagan, cuando todo el mundo, como una hoja marchita, se hunde en la fría tierra de un mundo sin sol, y cuando incluso los colores del otoño se marchitan por última vez, disolviéndose en la desolada blancura de un invierno eterno.
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