El psiquiatra Julio Gómez se traslada a un sanatorio mental para hacerse cargo de un paciente muy especial. Pero nada más poner un pie en la institución nos daremos cuenta de que no es un sitio normal y que entre las paredes de ese psiquiátrico ocurren cosas más allá de lo normal.
Es bastante difícil encontrar libros de Santiago Eximeno -de hecho este sólo lo he podido encontrar en formato electrónico- y es una pena porque escribe muy bien. La ambientación onírico-terrorífica del sanatorio te pone los pelos de punta sin caer ni en tópicos ni en lugares comunes.
Es una pena que historia y personajes apenas se desarrollan porque da para una novela de extensión normal que sería muy interesante de leer. Busquen cosas de Eximeno porque merecen la pena. Otra reseña: Imágenes.
Muy recomendable.
—Perdone —le dije, aprovechando aquella oportunidad para conversar—, ¿no hay ascensor en el edificio?
—Oh, sí, claro que tenemos ascensor, pero como puede apreciar —y señaló las luces del techo— el suministro eléctrico no es aquí todo lo bueno que se puede esperar. Es preferible que usemos las escaleras, no sea que suframos un corte de luz dentro del ascensor.
Se despidió con un gesto cuando me indicó cuál era mi cuarto. El silencio reinaba en la planta, y las luces desvaídas que animaban sombras en las paredes no hacían sino aumentar la sensación de estar en un viejo caserón victoriano repleto de fantasmas. Aparté de mí aquellas imágenes absurdas, tan tópicas y recurrentes por otra parte, y entré en mi cuarto. Un penetrante olor a cerrado, mal disimulado con el aroma de limón de un ambientador barato, se abalanzó sobre mí nada más abrir la puerta. Incómodo, caminé hasta la ventana y la abrí de par en par, esperando que de aquella forma la habitación se ventilara. Eché un vistazo rápido a mi alrededor. El cuarto, aunque sobrio y poco amueblado, no provocaba rechazo. La colcha de la cama aparecía como recién planchada, y sobre la mesilla de madera de roble, junto a un aparato de teléfono bastante antiguo de color blanco, habían dejado una botella y un vaso con agua fría, que me bebí de un trago. Supuse que, con el paso del tiempo, me acostumbraría a aquel lugar y llegaría a considerarlo incluso un segundo hogar.
Un frío doloroso se colaba desde el exterior, y a los pocos minutos me vi forzado a cerrar la ventana de nuevo. Como la enfermera me había indicado, alguien había subido mi maleta. Con desgana me senté sobre la cama, que crujió bajo mi peso con delicadeza, y procedí a deshacerla. Al abrirla tuve la extraña sensación de que yo no había hecho la maleta. La ropa parecía desordenada, incluso inadecuada para el viaje. Eché en falta varios de los objetos que acostumbraba a llevar, así como algunas de mis carpetas y libros de notas. Lo achaqué al cansancio del viaje y al nerviosismo propio del momento, pero no recordaba si Diana me había ayudado con ello o si me había encargado yo sólo de organizar las cosas para el viaje. Al pensar en Diana, recordé que debía llamarla sin falta a la mañana siguiente, para que supiera que me encontraba bien y había llegado a mi destino de una pieza, aunque con cierto retraso.
Dejando atrás la pereza ordené la ropa en el armario, pasando en primer lugar un trozo de papel por su superficie interior para limpiar el polvo acumulado, y dejé todos mis útiles de aseo personal en el cuarto de baño, junto al lavabo. Bostecé, me desnudé con rapidez, me enfundé en mi pijama gris de franela y me acosté bajo una tonelada de mantas y edredones que encontré junto a la cama. Ya tendría tiempo a la mañana siguiente de conocer mejor aquel lugar y, si mi trabajo lo permitía, explorar aquel impenetrable bosquecillo que rodeaba al hospital. Curiosamente, aquella primera noche ninguno de mis pensamientos hizo referencia a Andrés Vergara.
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