George Dyson. La catedral de Turing.

octubre 5, 2020

George Dyson, La catedral de Turing

Ensayo sobre los orígenes de la informática, pero centrado casi en exclusiva en Princeton y la construcción del MANIAC. Centrado en la figura de John von Neumann, verdadera alma del proyecto y personaje curioso del que se cuentan muchos detalles.

El libro no está mal, pero tiene un nivel de detalle excesivo en aspectos que no tienen nada que ver con el tema. Personalmente no me importa nada el origen de la granja donde se edificó Princeton ni la vida de muchos personajes secundarios. Es posible que otros lectores lo encuentren interesante, pero a mí me han aburrido muchísimo.

Por lo demás, dentro de esa abundancia de irrelevancias, hay información interesante sobre la construcción de las primeras máquinas digitales, los ancestros de todos los ordenadores que utilizamos ahora. Y aunque primitivos, no muy diferentes. Al fin y al cabo la denominada arquitectura von Neumann es la que se sigue utilizando.

El capítulo final ofrece, a modo de algunas películas de antes, el final de todos los protagonistas de esta increíble historia. Otras reseñas: La catedral de Turing y La catedral de Turing.

Recomendable.

Una foto que me ha encantado, ¡qué tres personajes! (John von Neumann, Richard Feynman, y Stanislaus Ulam)

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«La razón de que Von Neumann nos convirtiera a Goldstine y a mí en miembros permanentes —explicó Bigelow— era que quería asegurarse de que hubiera dos o tres personas cuyo talento respetaba que estuvieran presentes, pasara lo que pasase, en aquella empresa.» Von Neumann no estaba tan interesado en construir ordenadores como en lo que estos podían hacer. «Él quería biología matemática, quería astronomía matemática y quería ciencias de la Tierra.» Gracias al computador, el Instituto podría respaldar la ciencia aplicada sin tener que construir laboratorios. Incluso era posible que cambiara la cultura predominante. «Tendríamos la mayor escuela de ciencia aplicada del mundo —confiaba Bigelow—. Podríamos mostrar a los teóricos que éramos capaces de averiguar la respuesta a sus problemas teóricos con los números, a sus problemas de física, a sus problemas de estado sólido y a sus problemas de economía matemática. Haríamos planificación, haríamos cosas que se conocerían durante siglos, ya sabe.»

Pero el optimismo de Bigelow sería efímero. Cuando el presidente Eisenhower nombró a Von Neumann miembro de la Comisión de Energía Atómica, en octubre de 1954, el proyecto de computador inició su declive. El Instituto no solo perdió a Von Neumann, sino también una gran parte de la financiación que había proporcionado, sin apenas contrapartidas, la AEC. Con Von Neumann incorporado ahora a la comisión, esta ya no podía darle al Instituto todo lo que deseaba. «No teníamos a nadie a quien acudir sin todo aquel temor a un conflicto de intereses —explicó Goldstine—. Tener toda esa influencia iba en gran medida en detrimento nuestro, porque no podíamos ejercerla.»

IBM no tenía tantas restricciones. «La gente de IBM siguió viniendo casi todas las semanas a observar el desarrollo de la máquina», recordaba Thelma Estrin. La empresa, que conservaba a Von Neumann como consultor, empezó a desarrollar su primer ordenador totalmente electrónico, el IBM 701, «una copia exacta de nuestra máquina —según Bigelow—, hasta el punto de incluir los tubos de memoria Williams». En 1951, IBM había llegado a estar lo «bastante interesada —en palabras de Oppenheimer— como para querer darle al Instituto 20.000 dólares anuales durante un período de cinco años sin contrapartida alguna».

El proyecto de computador estaba atrapado entre quienes acogían favorablemente aquella posibilidad de atraer financiación externa y quienes pensaban que el Instituto, ahora que la guerra había terminado, debían abstenerse de contar con el apoyo de la industria o del gobierno. Marston Morse creía que el Instituto no era un lugar para construir máquinas. Oswald Veblen alababa la computación digital, pero se oponía a las bombas de hidrógeno. Oppenheimer intentaba parecer neutral, y solo afirmaba que en el Instituto la computación debería, o bien «dotarse de fondos y ampliarse, y ocupar un lugar apropiado en la estructura académica», o bien ser clausurada. «Por aquel entonces, tener a Oppenheimer a favor de algo era exactamente el modo de conseguir que todo el resto del cuerpo docente lo embarrancara», observó Bigelow.

A Freeman Dyson, que a la sazón tenía treinta y un años y acababa de empezar su segundo año como profesor, se le encargó la tarea de «recabar unas cuantas opiniones y puntos de vista externos sobre una cuestión de política de largo alcance sobre la que considerábamos que debíamos decidir. A saber, ¿cuál es el papel apropiado que el Instituto debe desempeñar en los campos de la matemática aplicada y la computación electrónica?». La cuestión más inmediata era si se debía ofrecer o no un puesto permanente al meteorólogo Jule Charney. La cuestión a largo plazo era qué hacer con el Proyecto de Computador Electrónico, que, en ausencia de Von Neumann, pendía ahora de un hilo.

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