Eric Temple Bell. Los grandes matemáticos.

octubre 7, 2020

Eri Temple Bell, Los grandes matemáticos

Una serie de biografías de grandes matemáticos de la historia, sus descubrimientos más importantes y notas divulgativas sobre los mismos. La lista incluye:

Zenón, Eudoxio y Arquímedes
Descartes
Fermat
Pascal
Newton
Leibniz
Los Bernoulli
Euler
Lagrange
Laplace
Monge y Fourier
Poncelet
Gauss
Cauchy
Lobatchewsky
Abel
Jacobi
Hamilton
Galois
Cayley y Silvester
Weierstrass y Sonja Kowalewsky
Boole
Hermite
Kronecker
Riemann
Kummer y Dedekind
Poincaré
Cantor

Y es una absoluta delicia. Usa un lenguaje arcaico y personal que ha desaparecido de los libros de divulgación actual y aunque a veces suene viejuno en general es muy agradable de leer. Como defecto algunas de las explicaciones matemáticas, que se podrían explicar de manera más sencilla. Algunas veces no me he enterado de cosas que ya conocía.

En este enlace lo pueden leer y si quieren poco a poco, aunque yo tenía esa intención y lo devoré sin contemplaciones:

Los grandes matemáticos.

¡Qué vidas! Uno se imagina que los matemáticos son seres aburridos enfrascados en sus pensamientos pero aquí hay de todo: duelos a muerte, miseria y hambre, enfrentamientos intelectuales, locuras, funcionarios de las matemáticas…

Muy recomendable

Euler fue uno de los grandes matemáticos que podía trabajar en cualquier condición. Amaba los niños (tuvo trece, aunque cinco de ellos murieron siendo pequeños), y podía dedicarse a sus trabajos teniendo a alguno de sus hijos sentado sobre sus rodillas y a los restantes jugando en torno de él. La facilidad con que resolvía los problemas más difíciles es increíble.

Muchas son las anécdotas que se cuentan de su constante flujo de ideas. No hay duda de que algunas son exageraciones, pero se dice que Euler podía terminar un trabajo matemático en la media hora que transcurría desde que era llamado a la mesa hasta que comenzaba a comer. En cuanto terminaba un trabajo era colocado sobre el montón de hojas que esperaba la impresión. Cuando se necesitaba material para los trabajos de la Academia, el impresor elegía una hoja del montón de papeles. En consecuencia, se observa que la fecha de publicación no suele corresponder a la de la redacción. Este desorden todavía se hacía mayor debido a la costumbre de Euler de volver muchas veces sobre el mismo tema para aclararlo o ampliar lo que ya había escrito. Por tanto, una serie de trabajos sobre un determinado tema suele ser interrumpida por otras investigaciones sobre temas diferentes.


Pero además de ser un matemático de primera categoría, Lagrange era un alma amable y suave, con el raro don de saber cuándo tenía que mantener su boca cerrada. En las cartas a los amigos íntimos se expresa francamente al hablar de los jesuitas, por los cuales tanto él como D’Alembert no sentían simpatía, y en sus informes oficiales a la Academia sobre los trabajos científicos de otros autores suele expresarse con brusquedad. Pero en su trato social piensa en su posición y evita todas las ofensas.

La antipatía innata de Lagrange por todas las disputas se pone de relieve en Berlín. Euler pasaba de una controversia religiosa o filosófica a otra; Lagrange, cuando era acorralado y presionado, siempre anteponía a su réplica su sincera fórmula «Yo no sé». Sin embargo, cuando eran atacadas sus propias convicciones sabía oponer una razonada y vigorosa defensa.


Laplace describe cómo le gustaría ser, en una carta dirigida a D’Alembert en 1777, cuando tenía 27 años. La descripción que Laplace hace de sí mismo es una de las más extrañas mezclas de verdad y fantasía que un hombre puede haber realizado siguiendo el auto análisis.

«Siempre he cultivado la Matemática por gusto, más que por deseo de vana reputación, declara. Mi mayor diversión ha sido estudiar la vida de los inventores para comprender su genio y ver los obstáculos con que han tropezado y cómo los han vencido. Entonces me coloco en su lugar y me pregunto cómo hubiera procedido yo para vencer esos mismos obstáculos, y aunque esta sustitución, en la gran mayoría de los casos ha sido humillante para mi amor propio, el placer de regocijarme en sus triunfos ha sido una, amplia reparación de esta pequeña humillación. Si soy suficientemente afortunado para añadir algo a sus obras, atribuyo todo el mérito a sus primeros esfuerzos, persuadido de que en mi posición ellos habrían ido mucho más lejos que yo…».


Nada extraordinario sucedió durante los dos primeros años. Al cumplir los 10, Gauss ingresó en la clase de Aritmética. Como se trataba de las primeras clases, ninguno de los muchachos había oído hablar de una progresión aritmética. Fácil era al heroico Büttner plantear un largo problema de sumas cuya respuesta podía encontrar en pocos segundos valiéndose de una fórmula. El problema era del siguiente tipo: 81297 + 81495 + 81693…+ 100899, donde el paso de un número a otro es siempre el mismo (198), debiendo sumarse un cierto número de términos (100).

La costumbre de la escuela era que el muchacho que primero hallaba la respuesta, colocase su pizarra sobre la mesa, el siguiente colocaba la suya sobre la primera y así sucesivamente. Büttner acababa de plantear el problema cuando Gauss colocó su pizarra sobre la mesa: «Ya está», dijo «Ligget se», en su dialecto campesino. Durante toda una hora, mientras los compañeros trabajaban afanosamente, continuó sentado con los brazos cruzados, favorecido de cuando en cuando por una sarcástica mirada de Büttner, quien se imaginaba que el muchachito era un perfecto necio. Al terminar la clase, Büttner examinó las pizarras. En la pizarra de Gauss aparecía un solo número. Cuándo era viejo, a Gauss le gustaba decir que el número que había escrito, constituía la respuesta exacta y que los demás se habían equivocado. Gauss no conocía la estratagema para realizar esos problemas rápidamente. Es muy sencillo una vez conocido el ardid; pero es extraordinario que un muchacho de 10 años, pudiera descubrirlo instantáneamente.

En ese momento se abrió la puerta a través de la cual Gauss pasó a la inmortalidad. Büttner estaba tan asombrado de que un muchacho de 10 años sin instrucción hubiera realizado tal proeza, que desde aquel momento fue, al menos para uno de sus discípulos, un maestro humano. De su propio peculio compró el mejor manual de Aritmética que pudo encontrar y se lo entregó a Gauss. El muchacho hojeó rápidamente el libro. «Es superior a mí, dijo Büttner, nada puedo enseñarle».


La vida y carácter de Cauchy nos recuerdan los de Don Quijote: no sabemos si reír o llorar, y nos contentamos con renegar. Su padre, Louis-François, era un ejemplo de virtud y religiosidad, cosas ambas excelentes, pero en las que es fácil excederse. Los cielos saben cómo Cauchy padre pudo escapar de la guillotina, pues era un jurista parlamentario, un caballero culto, un estudioso de los clásicos, un católico fanático y, por si fuera poco, oficial de policía en París cuando cayó la Bastilla. Dos años antes de que estallara la Revolución contrajo matrimonio con Marie-Madeleine Desestre, una excelente mujer, no muy inteligente, que, como él, también era una católica fanática.

Agustín era el mayor de seis hijos (dos hijos y cuatro hijas). Agustín heredó y adquirió de sus padres todas las estimables cualidades que hacen de la lectura de su vida, una de esas historias amorosas, encantadoras, insípidas como huevos sin sal, propias para muchachas de 16 años, en las que el héroe y la heroína son puros como ángeles santos de Dios. Con tales padres, era natural que Cauchy llegara a ser el obstinado Quijote del catolicismo francés, cuando la Iglesia se hallaba a la defensiva entre los años 1830 y 1840. Sufrió por su religión, y por ello merece respeto, posiblemente hasta en el caso de que fuera el relamido hipócrita que suponen sus colegas. Sus persistentes prédicas acerca de la belleza de la santidad hizo que mucha gente le volviera la espalda, y engendró una posición a sus piadosos sistemas que no siempre merecían. Abel, aunque hijo de un ministro del Señor y buen cristiano, expresa el disgusto que le inspiraban algunas de las prácticas de Cauchy, cuando escribe: «Cauchy es un católico fanático, cosa extraña en un hombre de ciencia». La palabra que subraya es «fanático», y no el sustantivo que califica. Dos de los más grandes matemáticos de que luego trataremos, Weierstrass y Hermite, eran católicos. Pero eran religiosos, no fanáticos.


Gauss recibió el trabajo, y Abel supo cuál había sido el recibimiento que le dispensó. Sin dignarse leerlo lo arrojó a un lado exclamando: «He aquí otra de esas monstruosidades». Abel resolvió no visitar a Gauss. Después de este suceso sintió gran antipatía por él, antipatía que manifestaba siempre que encontraba ocasión. Abel afirma que Gauss escribía confusamente e insinúa que los alemanes le consideraban en más de lo que valía. No es posible decir quién de los dos, Gauss o Abel, perdió más por esta antipatía perfectamente comprensible.

Gauss ha sido muchas veces censurado por su «orgulloso desprecio»; en esta ocasión, pero quizás sean palabras demasiado fuertes para calificar su conducta. El problema de la ecuación general de quinto grado era muy conocido. Y tanto los matemáticos reputados como los aficionados a la Matemática se habían ocupado de él. Si en la actualidad cualquier matemático recibiera una supuesta prueba de la cuadratura del círculo, podría o no escribir una cortés carta para acusar recibo, pero es casi seguro que el manuscrito sería arrojado al cesto de los papeles, pues todos los matemáticos saben que Lindemann, en 1882, demostró que es imposible cuadrar el círculo valiéndose tan sólo de la regla y el compás, los únicos instrumentos que manejan los aficionados y de los que también se valió Euclides. Se sabe también que la demostración de Lindemann es accesible a cualquiera. En 1824, el problema de la quíntica general estaba casi a la par del problema de la cuadratura del círculo. Esto explica la impaciencia de Gauss. Recordaremos, sin embargo, que la imposibilidad no había sido aún probada, y el trabajo de Abel proporcionaba la demostración. Si Gauss hubiera leído algunos párrafos seguramente que la memoria le habría interesado y habría sido capaz de refrenar su temperamento. Es una lástima que no lo hiciera. Una palabra de Gauss y los méritos de Abel habrían sido reconocidos. También es posible que su vida se hubiera prolongado, como veremos cuando hayamos expuesto toda su historia.


Con esta primera demostración de su enorme capacidad, el carácter de Galois sufrió un profundo cambio. Sabiendo que estaba muy cerca de los grandes maestros del Análisis algebraico, sentía un inmenso orgullo, y deseaba colocarse en primera fila para compararse con ellos. Su familia, hasta su extraordinaria madre, le encontró un extraño. En el colegio parece que inspiró una curiosa mezcla de temor y de angustia a sus maestros y compañeros. Sus maestros eran gentes buenas y pacientes, pero estúpidas, y para Galois la estupidez era un pecado imperdonable. Al comenzar el año se referían a él diciendo que era «muy amable, lleno de inocencia y buenas cualidades, pero…», continuaban diciendo, «existe algo extraño en él». No hay duda que así era. El muchacho tenía un talento desusado. Algo más tarde los maestros afirmaban que no era «perverso», sino simplemente original y extravagante, y se quejaban de que le divirtiera atormentar a sus compañeros. Hay en todo esto mucho de crítica, pero hay que reconocer que no sabían apreciar lo que Galois era. El muchacho había descubierto la Matemática, y ya se sentía guiado por su demonio. Al terminar el curso los maestros decían que sus extravagancias le habían enemistado con todos sus compañeros, y observan además que «algo misterioso existe en su carácter». Y lo que es peor, le acusaban de «ser ambicioso y de tener el deseo de parecer original». Pero algunos de sus profesores admiten que Galois se distinguía en la Matemática. Por lo que a la retórica se refiere, los maestros cometen un sarcasmo al decir «su talento es una leyenda a la que no damos crédito». Tan sólo ven extravagancia y excentricidad en las tareas realizadas cuando Galois se digna prestar atención, y además fatiga a sus maestros por su incesante «disipación». Al hablar de disipación no se refieren a un vicio, pues Galois no albergaba ninguno; tan sólo se trata de una palabra demasiado fuerte para referirse a la incapacidad de un genio matemático de primera categoría para disipar su inteligencia en las futilidades de la retórica explicada por pedantes.

Un hombre, que demuestra así su visión pedagógica, declaró que Galois era tan capaz para los estudios literarios como lo era para la Matemática. Galois quedó conmovido por la amabilidad de este maestro, y prometió dedicarse a la retórica. Pero su demonio matemático surgió ahora en todo su esplendor, y el pobre Galois cayó en desgracia. Al poco tiempo, el profesor que había expresado esa opinión contraria, se unió a la mayoría, y el voto desfavorable fue unánime, Galois fue considerado como incapaz para salvarse, «engreído por un insufrible deseo de originalidad». Pero el pedagogo se redimió con un excelente y exasperado consejo. Si lo hubiera seguido Galois podría haber vivido hasta los 60 años. «La locura matemática domina a este muchacho. Pienso que sus padres deberían dedicarle tan sólo a la Matemática. Aquí está perdiendo el tiempo, y todo lo que hace es atormentar a sus maestros y perturbarse».

Teniendo 16 años, Galois cometió un curioso error. Sin saber que Abel estuvo convencido, al comienzo de su carrera, de haber hecho lo que era imposible, resolver la ecuación general de quinto grado, Galois repitió el error. Durante cierto tiempo, aunque breve, creyó haber logrado lo que no puede lograrse. Esta es una de las grandes analogías en las carreras de Abel y Galois.


Schmalfuss sugirió a Riemann la idea de que retirara algún libro matemático de la biblioteca, para que lo estudiara en su casa, y a Riemann le pareció excelente la idea con tal de que el libro no fuera demasiado fácil. Por indicación de Schmalfuss eligió la Théorie des Nombres (Teorías de números), de Legendre. Se trata, nada menos, que de una obra de 850 páginas, en cuarto mayor, y llena de razonamientos complicados. Seis días más tarde Riemann devolvió el libro. «¿Cómo ha podido leerlo tan pronto?» preguntó Schmalfuss. Sin contestar directamente, Riemann expresó su aprecio por la obra clásica de Legendre. «Es ciertamente un libro maravilloso. Lo he comprendido», y en efecto era verdad. Algún tiempo más tarde, al someterse al examen, respondió perfectamente, aunque hacía ya meses que no había vuelto a ver el libro.

No hay duda de que este es el origen de la afición de Riemann por el enigma de los números primos. Legendre tiene una fórmula empírica para calcular el número aproximado de primos menor que cualquier número dado. Una de las obras más profundas y más sugestivas de Riemann (aunque sólo tiene ocho páginas) se refiere al mismo tema general. En efecto, «la hipótesis de Riemann», que se origina en su ensayo para mejorar la obra de Legendre, es actualmente uno de los desafíos notables, si no el más notable, a los matemáticos puros.


La piadosa apelación a Dios con la que se pretendía someter al sensible y religioso joven de 15 años hubiera sido rechazada, en nuestra generación, como se rechaza una pelota de fútbol. Pero a Cantor le produjo una grave impresión. Queriendo mucho a su padre, y siendo profundamente religioso, el joven Cantor no podía ver que el anciano estaba justificando simplemente su propia ambición de dinero. Así comenzó la primera desviación de la sensible y aguda mente de Georg Cantor. En lugar de rebelarse, como seguramente lo haría un muchacho de talento de nuestros días, Georg se sometió, hasta que su obstinado padre comprendió que estaba arruinando la vocación de su hijo. Pero en el intento de agradar a su padre en contra de sus propios instintos, Georg Cantor sembró la simiente de la autodesconfianza, que harían de él una fácil víctima del pernicioso ataque de Kronecker llevándolo a dudar del valor de su propia obra. Si Cantor hubiese sido educado como un ser humano independiente jamás habría tenido el humilde respeto a los hombres de reputación establecida que tanto le perjudicó en toda su vida.

El padre cedió cuando el error había sido ya cometido. Para completar la instrucción de Georg, cuando tenía 17 años, el «querido papá» le permitió seguir la carrera matemática universitaria, «Mi querido papá, escribía Georg lleno de gratitud juvenil, podréis daros cuenta del gran placer que me ha producido su carta. Ella establece mi futuro… Ahora soy feliz cuando veo que no se disgustará si sigo mis sentimientos preferidos. Espero que usted, querido padre, ha de vivir para encontrar un placer en mi conducta, dado que mi alma, todo mi ser, vive en mi vocación; lo que un hombre desea hacer y a lo que su compulsión interna le empuja, lo cumplirá». El «papá» no dudó que merecía este agradecimiento, aunque la gratitud de Georg pueda parecer demasiado servil para esta época.

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