Anagrama, 1084, 1988. 146 páginas.
Segunda novela que leo de Raúl Núñez. Un portero de una pensión de mala muerte se apunta a un club de amistades por correspondencia y por su vida empieza a desfilar una galería de personajes que lo traerá a mal traer. Una señora entrada en años con un hijo macarra, un ex presidiario, una menor con un muñeco que cree que es su hijo, un camarero travesti, un iluminado religioso e incluso una enana.
Mucho mejor que La rubia del bar destaca en el retrato de sus personajes marginales perdidos en un barrio chino donde todo es sórdido pero a la vez acogedor. Donde nadie es juzgado y sobrevive como puede, y donde no falta la ternura y la amistad.
Muy recomendable.
—¿Puedes mirarme a los ojos, Antonio?
Sinatra se vio envuelto en una nube de perfume homicida que olía a plátano químico. Su cabeza se puso a dar vueltas. Otra vez la había cogido fuerte. Se preguntó qué haría su mujer exactamente en aquei momento y por qué no estaba a su lado. Ante sus ojos giró la triste rueda de un parque de diversiones desolado.
Vio la cabeza calva del muñeco apoyada en los pequeños senos de Natalia. Vio el oscuro pasillo de la pensión lleno de flores secas. Vio un televisor negro con el rostro de la señora Hortensia. Vio a Manolo asesinando al Lagarto en una cama de billetes rojos. Se vio a sí mismo oculto tras una máscara de llaves.
—-Lo que te hace faita es un porrito, hijo, ya verás, te sentirás como nuevo —mintió la Rosita, sacándole de sus visiones.
Sinatra nunca había fumado un porro, pero dijo que sí, moviendo penosamente la cabeza hacia abajo.
La Rosita sacó un espejo de su bolso. Se retocó la pintura de los labios con inefable gesto y, al ver su rostro, sonrió levemente. Sinatra permaneció en la silla eléctrica del bar. Lejos.
Ramón llegó con los dos cubatas. No miró a la Rosita ni a Sinatra. Se limitó a poner ,os vasos sobre la mesa y regresó a la barra.
—¿Te gustan las mujeres, Antonio? —preguntó la Rosita.
Sinatra no respondió. Se dio cuenta que su dedo meñique temblaba apoyado sobre su muslo.
—Hijo mío —insistió la Rosita—. Me parece que llevas una pena encima que te está comiendo el alma y yo quiero ayudarte. ¿Para eso has venido aquí, verdad?
—Yo quiero a mi mujer —confesó Sinatra como un niño.
La Rosita sacudió la cabeza y bebió un largo trago de cubata.
—Ella te ha dejado —afirmó.
—Y también quiero a una niña bizca —agregó Sinatra.
—Pobrecillo…
Y quiero conocer a una señora que se llama Hortensia.
Mira, Antonio —dijo la Rosita luego de reflexionar un mo-mento- , será mejor que no sigas bebiendo porque te dolerá más el corazón y acabarás en la ruina. Si quieres podríamos ir a mi casa, ponernos a gusto, escuchar un poco de musiquilla y hacer-
nos un porrito. Ya verás, hijo, como se te pasará todo. ,>Vuli»’
—Pero… ¿y tu madre?
—No te preocupes, rey, la pobrecilla no se entera de nuda
—Es que no tengo ropa ni dinero —divagó Sinatra.
—¿Qué dices, chiquillo? —preguntó la Rosita, sorprendida
—No lo sé.
—Bueno, es igual, ya te pondrás mejor y me contarás todo.
Sinatra no respondió.
—Yo también quisiera hablarte del Ramón —agregó la Rosita en voz baja.
—De acuerdo, vamos —aceptó Sinatra.
La Rosita vivía en un oscuro edificio de tres plantas situado en una de las calles cercanas al bar. El desvencijado portal era de madera y, tras él, había una estrecha escalera de peldaños desiguales.
Subieron hasta la segunda planta y la Rosita abrió una de las puertas con su llave e hizo pasar a Sinatra.
—Pues ya estamos en casa, Antonio —dijo la Rosita satisfecha—. Ponte cómodo, rey.
Sinatra se encontró en un pequeño living ocupado por dos sillones de plástico granate, una mesa cubierta por un mantel de hule lleno de quemaduras de cigarrillos y un viejo televisor sobre una repisa. El suelo estaba cubierto por una alfombra de color indefinido y las paredes habían sido empapeladas por enormes flores carnívoras.
—Rosendo… hijo mío.
Sinatra giró la cabeza hacia el sitio de donde había provenido la voz. A través de una puerta entreabierta pudo ver a una anciana de rostro amarillento echada sobre una cama.
—Ya voy, mamita, en seguida estoy contigo —contestó la Rosita.
Sinatra se sentó. Allí estaba. Metido en la casa de un homosexual gordo. Iba a fumar un porro por primera vez en su vida. Ya no le importaba conseguir nada. Sólo quería sentirse un poco mejor. Hablar sobre todas las cosas que no había podido ganar. Sobre todas las cosas que había perdido para siempre.
Pensó que podía contar con la Rosita.
No hay comentarios