Grupo AJEC, 2010. 240 páginas.
Ultratumba
Me es imposible olvidar a Rafel Marín. Su relato Nunca digas buenas noches a un extraño, aparecido en Nueva Dimensión, fue el primero profesional que leí de un autor español, y el que mehizo pensar -como así ha sido- que aquí también se podía escribir ciencia ficción de calidad.
En este caso el terreno narrativo es el terror, con lo siguientes relatos de fantasmas:
Bibliopolis
Ragnarok en las playas de itaca
Una canica en la palmera
La piel que te hice en el aire
La sed de las panteras
El último suspiro
Son de piedra
Llena eres de gracia
Volver a Sitges
A veces corren
Sombras de candilejas
That’s all right, mama
Pero ¡ojo! que sean de fantasmas no quiere decir que sean de miedo. Al contrario, muchas veces es la ternura el rasgo predominante. En Una canica en la palmera, por ejemplo, el fantasma de un niño se convierte en el compañero de juegos de una niña. En Volver a Sitges el autor coge un tema clásico, lo sitúa muy acertadamente en el festival de cine de terror y fantástico de Sitges, y consigue una pieza de amor que emociona -en mi caso hasta la lágrima.
La calidad de todos los relatos es muy alta, e incluso algunos son ya unos clásicos (Bibliópolis, Son de piedra) aunque confieso que yo no lo sabía.
Calificación: Muy bueno.
Un día, un libro (83/365)
Extracto:
Y aprendió que no es cierto que las penas se acaban cuando se termina la vida, como tampoco se acaban las alegrías, sino que todo queda ahí, como enquistado en ámbar, testigo del tiempo y de un tiempo, un tesoro de recuerdos y vivencias que sólo estaba esperando alguien que fuera capaz de abrir el cofre, y prestar atención, y recuperar esa historia. Había amor en esos cuentos, y había miedo, y soledad, y lujuria, y ansiedad, y misterio. Una ciudad con tres mil años de historia era, además, una ciudad con tres mil años de leyendas, y a veces Chloe pensaba, agobiada por ser aquel canal receptor de tanto pasado en que a la fuerza se había visto convertida, que era una suerte lo que dijo aquel cantaor (Pericón, tal vez fuera): Cádiz es tan antiguo que no quedan ni ruinas. No era del todo cierto, claro. Ella sabía mejor que nadie cuánto puede arrancarse del contacto con una piedra.
Por eso compró aquella casa, porque la atraía de siempre el silencio de la calle donde estaba, porque todo a su alrededor era, siguiendo el símil, como un televisor apagado donde no se escuchaba, en las tardes de agosto, la voz lejana de un comentarista deportivo, o la música estridente de una película. Porque aquella calle, sin duda por la presencia de aquella casa, tenía el olor, la música, hasta la luz y la temperatura del verano, de las tardes de agosto, cuando el calor del sol hace chirriar el pavimento, y los perros se tumban a la sombra como si se dejaran cocerse poco a poco, y no se oye un alma, ni cantan los jilgueros, y sólo muy lejos, como si fuera de mentira, se sabe que pasa un coche o ronquea una motocicleta. Durante mucho tiempo, Chloe estuvo convencida de que nadie más que ella era consciente de la existencia de aquella casa.
Tocaba los muros, pero la casa le daba la espalda. Acariciaba los postigos cerrados de las ventanas, pero la casa se hacía la tonta. Frotaba como si fuera una lámpara maravillosa la madera renegrida y cascada del portalón, pero la casa no osaba abrir la boca, castigada, en tensión, como una bomba que contiene la respiración porque sabe que, de lo contrario, estalla. El enfado, el castigo, la ceguera de aquella casa, el misterio de su silencio fue uno más de los muchos misterios que acosaron su infancia. Luego, porque su cuerpo la llamaba y se quedó sorda, la olvidó, como se olvida el primer amor o el primer cigarrillo, como se desfigura el primer beso o se inventa una la realidad ante el espejo, porque si cruel es el juicio de los otros, más terrible es el juicio propio, y por eso conviene enmascararse una misma, en su actos, levantando un muro de mentiras.
Pero la piedra envejece a ritmo más lento que los hombres, y por eso, cuando Chloe aceptó que no podía negar quien era, cuando
consintió en abandonar un sueño de normalidad para integrarse en la verdad de lo que quizá habría preferido no ser jamás (telépata, médium, psíquica, echadora de cartas, bruja), con los primeros ahorros conseguidos tras los anuncios en la televisión local, volvió a aquella calle donde siempre era verano, y buscó la casa que iba a ser, estaba segura, algún día su propia casa.
Le costó trabajo encontrarla, quizá porque la casa jugaba al escondite con ella, poniéndola a prueba, quizá porque los barrios antiguos de cualquier ciudad, y más en ésta, tienen ese humor juguetón que juega a confundir a quien los recorre maravillado del rompecabezas de su trazado y de lo diminuto y estrecho de sus edificios: la propia Chloe, cuando todavía era maestra, se perdió dos veces con un puñado de chavales en Toledo, en el trayecto que va de la Catedral a la Sinagoga, y eso que los vecinos le repetían una y otra vez que estaba prácticamente en línea recta.
La casa, sí, la estaba esperando, como una gata recelosa que quiere y no quiere un mimo, y saca las uñas, y afila la lengua. Sin entrar todavía, sin decidirse, Chloe acarició de nuevo los postigos, los muros, la madera, pero sólo escuchó silencio, una voz muda que se negaba a pronunciar palabra. Eso no era normal, por lo menos en ella, que había tenido que levantar una muralla propia entre sí misma y cuanto tocaba, para no volverse loca o, al menos, para no vivir en realidades que no le pertenecían, porque aunque no estuvieran muertas pertenecían a un pasado que sólo podía revivir, no adulterar. Y por eso supo que tendría que domar aquella casa, si era posible, como se doma a un caballo salvaje o a tu propio cuerpo, cuando eres adolescente y sientes el tambor de guerra de tus hormonas queriendo campar libres, ajenas al entramado de una sociedad que igual te coarta que te vuelve, por eso mismo quizás, menos animal de lo que eras.
Pero si la casa se había declarado en voto de silencio perenne, no se podía decir lo mismo de otros edificios colindantes, otras casas menos misteriosas, menos agraciadas, incluso más feas. Y tocando acá y allá, y sorteando chismes, y olvidando lamentos, y evitando otras historias que no le interesaban o a las que no tenía derecho, Chloe descubrió lo que ya había adivinado sin necesidad de entrar en contacto con el alma de la piedra: dentro de aquella casa, tras aquellos postigos, más allá de aquella puerta, en otro tiempo lejano había vivido alguien como ella, alguien que nació con el rostro enmadejado de placenta y sin líneas en la palma de las manos, alguien que conocía los nombres de la luna y podría haber bailado sin música en cualquier bosque, si quisiera escuchar la canción de la tierra. En aquella casa, naturalmente, había vivido una bruja.
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