Península, 2018. 726 páginas.
Tit. or. The Comanche empire. Trad. Ricardo García Pérez.
Lejos de la imagen difundida por las películas del oeste los comanches no eran bandas de salvajes, sino un pueblo organizado que tenía el control de una gran extensión de territorio, que estableció alianzas con otras tribus o llegó a someterlas, y que complicó la vida a los asentamientos españoles hasta el punto de tener que pagar tributos para mantener la paz.
Todo se explica en este libro que nos cuenta el auge del imperio Comanche y su posterior colapso. Auge motivado por la introducción de los caballos y por el carácter guerrero del pueblo comanche, y colapso motivado en parte por la desaparición de bisontes y búfalos y en parte por la colonización de Texas por los Estados Unidos.
Una historia apasionante aunque, en mi modesta opinión, llamar imperio a un pueblo que en sus mejores momentos llegó a tener una población de 20.000 habitantes me parece un poco exagerado. Sin quitarles mérito.
El libro es demasiado prolijo en detalles a pie de calle y escaso en cuanto a análisis de la situación. Entiendo que la mayor parte -si no toda- la documentación disponible viene de parte los pueblos atacados por los comanches, pero conocer algo desde el punto de vista de ellos mismos hubiera estado bien, ya que apenas se dan datos de como se organizaban, su sociedad, etcétera.
Se deja leer.
En 1762, el año en que España recibió el vasto territorio situado entre el valle del Misisipí y río Grande mediante el Tratado de Fontainebleau, el reino español de Nuevo México inició relaciones para establecer un acuerdo con los comanches yamparika, jupe y kotsoteka, que constituían la poderosa rama occidental de la nación comanche. Según los españoles, ambos tratados se complementaban a la perfección. El de Fontainebleau otorgaba a España derecho nominal sobre la franja central meridional de América del Norte, mientras que el de los comanches convertía los pueblos que ocupaban esas tierras en aliados fieles de España. Tomás Vélez de Cachupín, gobernador de Nuevo México y firmante del tratado con los comanches, articuló de forma sucinta la interpretación que hacían los españoles: el acuerdo vinculaba a los comanches al imperio español como vasallos dóciles del rey.[3]
Tanto optimismo no carecía de justificación. La expulsión de Francia puso fin al contrabando y la planificación política franceses en las llanuras meridionales, lo que concedió a los españoles mayor influencia sobre la región y los habitantes indígenas. Además, Nuevo México era ahora para los comanches la única fuente fiable de artículos europeos, y las autoridades españolas tenían motivos para esperar que la dependencia se tradujera en obediencia. La obediencia era la clave de las aspiraciones imperiales de España. En el interior de las praderas no había asentamientos españoles, pero si las autoridades españolas podían dar órdenes a los comanches occidentales, podían afirmar también que controlaban vastas llanuras meridionales. Según el esquema de los españoles, los comanches eran amos de las llanuras meridionales y, los españoles, los amos de los comanches.
Pero aquella imagen imperial de grandiosidad se basaba en una ilusión, pues la presunción de obediencia comanche demostró ser prematura. Los comanches habían firmado el acuerdo de 1762 confiando en recibir presentes y protección de los españoles, pero se negaban a asumir restricciones sobre su autonomía y siguieron buscando aliados y relaciones comerciales en todos los lugares posibles. Y así, en lugar de fusionarse con Nuevo México como subordinados, los comanches occidentales iniciaron a finales de la década de 1760 una expansión diplomática y comercial enérgica en las Grandes Llanuras, donde establecieron una red comercial y alianzas de gran alcance que, en aquella época, dejaban pequeños los acuerdos imperiales de España en el centro de América del Norte. Sustentados por una riqueza y poder crecientes, los comanches se soltaron de la garra económica de Nuevo México y, luego, declararon la guerra.
La reorientación de la política exterior comanche descansaba en la posición geoestratégica central que ocupaba la cuenca alta del Arkansas, el corazón de los primeros tiempos de la Comanchería. Ese territorio, un nicho de caza soberbio rodeado por dos grandes zonas agrícolas (el valle del río Grande y las praderas meridionales), estaba muy bien dotado para adquirir relevancia comercial. Los comanches habían aprovechado la posición central del Arkansas desde la década de 1740, cuando establecieron lazos comerciales con los taovaya y los franceses en el Este. Sin embargo, a partir de la década de 1760, centraron cada vez más sus actividades comerciales en las llanuras centrales y septentrionales, donde la difusión del caballo había renovado las oportunidades mercantiles.
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