Harlan Ellison. Visiones Peligrosas III.

noviembre 24, 2022

Harlan Ellison, Visiones Peligrosas III
Orbis, 1983. 220 páginas.

Último volumen de la serie que intentó revolucionar el género y que en parte lo consiguió. Incluso los que lo leímos veinte años después ampliamos panorama de lo estándar que eran Asimov y Clarke. Personalmente siempre me han gustado más estos relatos que se salen de la norma que los de corte más clásico y, para mi desgracia, se sigue escribiendo más en estilo rancio.

Sturgeon se marca un relato en el que hay un planeta incestuoso al que nadie se quiere acercar ni con un palo y en los 90 me resultó naif pero en el siglo XXI, cuando no puedes poner un pezón en Instagram y el puritanismo está de vuelta tiene sentido. Hay nombres que hicieron carrera en relatos al margen como Sladek, que plantea un mundo en el que las máquinas se van haciendo cargo de nosotros y que me ha acompañado siempre en el pensamiento. O Lafferti, que plantea una hipótesis interesante acerca de lo que pasó con el país de los gitanos.

Hay alguno malo -e incluso muy malo- que no nombraré y se cierra con un Delany que estaba despuntando y que factura un relato excelente y muy de actualidad ahora que los géneros están empezando a ser fluidos.

Por resumir, una serie maravillosa de la que ahora me sobran las introducciones grandilocuentes del antólogo y, la mayor parte de las veces, el epílogo-explicación del autor.

Muy bueno.

Y descendimos en París:
Donde recorrimos la calle Médicis con Bo, Lou y Muse dentro de la verja, Kelly y yo fuera, haciéndonos muecas entre los barrotes, haciendo ruidos, haciendo rugir los Jardines de Luxemburgo a las dos de la madrugada. Luego saltamos la verja y bajamos hasta la plaza frente a Saint-Sulpice, donde Bo intentó echarme a la fuente.
En cuyo momento Kelly observó lo que ocurría a nuestro alrededor, tomó la tapa de un cubo de basura, y corrió hacia los urinarios, golpeando sus paredes. Cinco chavales salieron precipitadamente; ni siquiera los urinarios más grandes pueden albergar a más de cuatro.
Un chico realmente rubio apoyó su mano sobre mi brazo y me sonrió.
—No crees, espaciano, que tu… gente debería irse?
Miré su mano sobre mi uniforme azul.
—Est’ce que tu es un frelk?
Alzó las cejas, luego agitó la cabeza.
—Une frelk —corrigió—. No, no lo soy. Desgraciadamente para mí. Tienes aspecto de haber sido un hombre alguna vez. Pero ahora… —Sonrió—. Ahora no tienes nada para mí. La policía. —Señaló con la cabeza al otro lado de la calle, donde observé por primera vez la gendarmería—. A nosotros no nos molestarán. Pero vosotros sois extranjeros…
Pero Muse estaba ya gritando:
—¡Eh, venid! Larguémonos de aquí.
Y nos fuimos. Hacia arriba de nuevo.
Y bajamos otra vez en Houston:
—¡Maldita sea! —dijo Muse—. Control de Vuelo Géminis… ¿Queréis decir que ahí es donde empezó todo? ¡Larguémonos fuera de aquí, por favor!
De modo que tomamos un autobús hasta Pasadena, y de allí la monolínea hasta Galveston; íbamos a bajar hasta el golfo, pero Lou encontró a una pareja con una camioneta…
—Encantados de llevaros, espacianos. La gente de ahí arriba en sus planetas y cosas, haciendo todo ese buen trabajo para el gobierno.
…que se dirigían hacia el sur, ellos y el bebé, de modo que subimos a la parte de atrás durante cuatrocientos kilómetros de sol y viento.
—¿Creéis que son frelks? —preguntó Lou, dándome con el codo—. Apostaría a que son frelks. Están simplemente esperando a echarnos el anzuelo.
—No digas tonterías. Tienen el aire encantador y estúpido de un par de chicos campesinos.
—¡Eso no quiere decir que no sean frelks!
—Tú no confías en nadie, ¿verdad?
—No.
Y finalmente un autobús de nuevo, que nos llevó a sacudidas cruzando Brownsville y la frontera hasta Matamoros, donde bajamos con rodillas temblorosas al polvo y al ardiente atardecer, con un montón de mexicanos y pollos y pescadores de langostinos del golfo de Texas —que olían aún peor—, y nosotros fuimos quienes gritamos más fuerte. Cuarenta y tres putas —las conté— se habían preparado para los langostineros, y para cuando rompimos dos de las ventanas de la estación de autobuses ya estaban todos riendo. Los langostineros decían que no iban a pagarnos nada de comida, pero que nos emborracharían hasta las orejas si queríamos, porque ésa era la costumbre con los langostineros. Pero nosotros gritamos y rompimos otra ventana; luego, mientras yo estaba tendido de espaldas en los escalones de entrada de la oficina de telégrafos, cantando, una mujer de labios oscuros se inclinó sobre mí y puso sus manos sobre mis mejillas.
—Eres muy guapo. —Su densa mata de pelo cayó hacia delante—. Pero los hombres están todos por ahí observándote. Y eso les hace perder tiempo. Por desgracia, su tiempo es nuestro dinero. Espaciano, ¿no crees que… tu gente debería irse?
Sujeté su muñeca.
—¡Usted! —susurré en español—. ¿Usted es una frelka?
—Frelko en español. —Sonrió y palmeó el broche en forma de sol que colgaba de la hebilla de mi cinturón—. Lo siento. Pero tú no tienes nada que… pueda servirme a mí. Es una lástima, porque parece como si alguna vez hubieras sido una mujer, ¿no? Y a mi me gustan las mujeres también…
Me aparté del porche.
—¡Esto es un aburrimiento, un completo aburrimiento! —estaba gritando Muse—. ¡Venga! ¡Vámonos!
Conseguimos estar de vuelta en Houston antes del amanecer, no sé cómo. Y subimos.
Aquella mañana llovía en Istanbul:
En la cantina bebimos nuestro té en vasos en forma de pera, mirando afuera al otro lado del Bósforo. Las islas Príncipes parecían montones de basura ante la ciudad llena de agujas.
—¿Quién sabe su camino en esta ciudad? —preguntó Kelly.
—¿No vamos a ir juntos? —dijo Muse—. Creía que íbamos a ir todos juntos.
—Me han retenido mi cheque en la oficina del sobrecargo —explicó Kelly—. Estoy hecho polvo. Creo que el sobrecargo me tiene manía. —Se alzó de hombros—. No me apetece en lo más mínimo, pero voy a pescar a algún frelk rico y hacerme amigo suyo. —Volvió a su té; luego observó el pesado silencio que se había hecho—. ¡Oh, vamos! Me estáis mirando como si fuera a romperos cada uno de los huesos de vuestro cuerpo tan-cuidadosamente-condicionados-desde-la-pubertad. ¡Eh, tú! —dijo dirigiéndose a mi—. ¡No me mires con esa cara de santurrón como si nunca hubieras ido con un frelk!

No hay comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.