La autora evoca momentos de una infancia atravesada por la violencia y la necesidad, en un lenguaje poético y lleno de crudeza, en la época de la Revolución Mexicana.
Al ser una colección infantil me imaginaba que serían alguna especie de cuentos amables para niños, pero nada de eso. Está escrito con un lenguaje muy cuidado y no precisamente asequible, y lo que cuenta tiene poco de amable y mucho de dolor y tristeza. Vamos, nada de lo que imaginaba al ver que está dirigido a jóvenes lectores.
Muy bueno.
Oscurecía, nos sentaba a todos en derredor y nos daba lo que sus manos cocinaban para nosotros. No nos decía nada; se estaba allí, callada como una paloma herida, dócil y fina. Parecía una prisionera de nosotros —ahora sé que era nuestra cautiva—. Tomaba su libro y rezaba. No nos decía que rezáramos. Ya acostados veíamos la lumbre de su último cigarro: estrella en sus manos, nos atraía como tortilla de harina en días de hambre.
No nos contaba cuentos de hadas ni de espantos; nos contaba hechos reales: Papá Grande, San Miguel de Bocas, nuestra tierra, los hombres de la revolución, cosas de la guerra que sus ojos habían visto. Así eran sus charlas con sus hijos. Nosotros fuimos felices: ignoramos a los fantasmas. Ella así lo quiso.
Soldados. Rifles. Pan. Sol. Luna. Sus manos. Sus ojos. La lumbre de su cigarro podía ser una tortilla entre sus dedos, pero era la luz que, como nuestra vida, se adhería a sus manos para quitarle su propia luz, así como nosotros.
Las manos rojas de los niños sanos siempre buscan el contacto con la tierra
La tierra era nuestra compañera; con ella jugábamos bajo el sol. Aquella tierra roja como la palma de nuestras manos y nuestros talones, nos abría sus brazos y nos protegía hasta que volvía mamá.
Con las piedras lisitas, los patoles de colores, formábamos pequeños corrales de vacas y toros.
Eran nuestros ganados, así decía el mundo interior. Nuestra mente ya podía vivir de lo irreal. Tuvimos desde niños nuestros tesoros. Ahora seguimos teniéndolos en cajas de cartón desgobernadas o en roperos con espejos. Da lo mismo, son nuestros tesoros.
La tribu jugando con tierra roja, haciendo pelotas de zoquete, corralitos, casitas, sacando los relucientes patoles. “Este patol flaco y pinto es una vaquilla; éstos son toros; aquí encerraremos las vacas; éstos son becerros.” Igual que en la vida, y no nos traicionaremos; seguiremos viviendo en lo irreal. Cerrando los ojos ahí lo alcanzamos todo. Por eso cerramos los ojos.
Las lentejuelas y las mazorcas de maíz son diferentes. A las lentejuelas les cae agua del cielo y se deshacen. Los granos de maíz se hacen anchos y se ofrecen a los estómagos vacíos.
Todo se acaba: las mesas, las sillas, los olanes de encaje, los pasteles, los colores de los talones de los niños sanos, los manteles, las tazas de té, los anillos, las monedas de plata y de oro, los costales de maíz. Al nacer, nada de estas mentiras traemos. Entonces, ¿por qué sufrir para obtener cosas de mentiras? ¿Por qué no cerrar los ojos y extender la mano? Nos lo enseñó mamá.
Sabemos que ella va a reír al ver que seguimos jugando con la tierra roja: aquí las vaquillas, acá
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