Impedimenta, 2011. 160 páginas.
Tit. Or. Travesti. Trad. Marian Ochoa de Eribe.
A Cartarescu me lo recomiendan a izquierda y derecha, gente de diferente pelaje pero todas con un buen gusto contrastado. Pero mi primera aproximación a su obra, este Lulu me ha dejado bastante frío. El lenguaje es sugerente, explosivo, gira sobre si mismo como una peonza psicodélica. Pero no me ha sido suficiente para levantar una historia que, aunque sea mera excusa, no ha dejado ninguna huella en mí. Seguiré probando con otras obras, pero esta, desde luego, no ha sido para mí.
Reseñas más adecuadas pueden encontrarlas aquí: Lulu, Lulu y Lulu.
Enfatizaba el amor y el respeto entre los esposos, y la autora bordaba hasta el infinito, con voluptuosidad, el cañamazo de los preludios amorosos: los adolescentes que se dedican una primera mirada tímida, luego él le ofrece una flor (siguen diez páginas sobre el lenguaje de las flores, con abundantes citas de Goethe), finalmente, la petición de matrimonio y la boda propiamente dicha, rodeadas de tanta solemnidad que te dabas perfecta cuenta de que la pobre doctora solo había catado el velo y la flor de azahar en sus glamurosas ensoñaciones. Tras las primeras cien páginas de circunloquios y alusiones crípticas, en las últimas diez páginas se liquidaba la parte técnica. Una única frase resumía toda la vida sexual del hombre: «El acto sexual es simple, reflejo, y no necesita de un aprendizaje previo: consiste en la introducción del pene del hombre en la vagina de la mujer». Ninguna otra mención en el resto del libro. Venían a continuación unas aclaraciones sobre el embarazo con esquemas y dibujos muy abstractos. Es cierto que, al final, en dos páginas complementarias, aparecían, igualmente estilizados, un hombre y una mujer, desnudos y cohibidos, con una expresión indescriptible en sus rostros: algo de vergüenza, una pizca de apatía, un cierto placer sado-masoquista… La mujer tenía una cadera deforme, como si fuera coxálgica, no tenía pechos en absoluto; en cambio, un vientre de mujer del cuatrocientos se hinchaba sobre una vulva inexistente. El hombre presentaba un corte de pelo a lo Rodolfo Valentino, tenía un pezón más alto que el otro y, entre sus muslos de atleta espartano, un gusanillo ridículo. Pero, a pesar de todo, esa estupidez de libro me excitaba terriblemente. Tuve mi primera erección leyendo la frase de la «introducción». Me sentía unido a la mujer coxálgica
por una pasión lúbrica. Se convirtió en mi amante secreta y nocturna, mi hetaira Esmeralda…
Intenté leer algo, pero resultaba imposible con Mágálie y sus sandeces. Permanecí tumbado con la mirada clavada en el techo durante unas dos horas. A mi mente venían, como la resaca al borde del mar, con una consistencia brillante, estos versos obsesivos: «Un metal frío aparece en mi frente. / Mi corazón lo buscan las arañas. / Hay una luz que se apaga en mi boca».9 Y llegaba a sentir cómo se trenzaban las arañas bajo la colcha, sobre mi piel seca y ardiente, arrastrándose hacia mi corazón. En el dormitorio reinaba ya la penumbra cuando comenzó mi lucha desesperada contra la alucinación. Avanzaban circunspectas, protegiéndose de mis manotazos; eran decenas y trabajaban alrededor de mi cuerpo envolviéndolo con los hilos brillantes secretados por sus vientres esféricos, encerrándome en una bolsa de algodón como una larva de mariposa, inmovilizando mis brazos, mis rodillas, mis codos y cada uno de mis dedos. Me transformaban en una bola, en un ovillo. Me miraban fijamente con sus minúsculos ojos, me manipulaban con las extremidades peludas de sus patas. Y entonces, tan paralizado por el sueño y por los hilos resistentes que apenas conseguía girar los ojos en las órbitas, las arañas, pérfidas y silenciosas, atacaron mi corazón como si se tratara de una mosca grande y negra, como si fuera un abejorro enloquecido. Se precipitaron sobre él con sus quelíceros trasparentes exudando veneno. Inoculaban en él sus fatales aminoácidos y se retiraban rápidamente. Seguían arritmias y convulsiones, falta de aire y punzadas dolorosas. Sentía que los ojos se me salían de las órbitas.
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