Acantilado, 2019. 76 páginas.
Trad. Javier Fernández de Castro.
Retrato con retranca de un poeta tan mediocre como pedante según la contraportada, que sueña con viajar 100 años al futuro y ver si su obra ha permanecido o ha caído en el olvido. Algo que deben pensar todos los escritores que en el mundo han sido. Mediante un pacto con el diablo el protagonista puede lograr ver satisfecha esa curiosidad.
Excelente en el retrato de un tipo que, salvando las modas y los tiempos, sigue siendo de plena actualidad. El del escritor que se sitúa por encima de los demás sin tener demasiado talento y que cree que solo la posteridad podrá comprenderlo. Max Beerbohm construye con habilidad su relato con un final que encaja a la perfección.
A destacar que en el futuro no sé podrá fumar en la biblioteca (predicción acertada) y el lenguaje del futuro, que parece escrito por un comentarista de foros Es una satira un poko rebskada preo no desprobista dinteres… (predicción casi casi).
Bueno.
Y además había escrito un libro.
Era maravilloso haber escrito un libro.
De no haber estado presente Rothenstein yo habría reverenciado a Soames. Y aun estando él, Soames me inspiró respeto y, de hecho, hasta estuve a punto de reverenciarlo cuando dijo que pronto iba a publicar otro. Le pregunté si era posible saber de qué clase de libro se trataba.
—Mis poemas—respondió.
Rothenstein le preguntó si ése sería el título del libro. El poeta reflexionó sobre tal sugerencia pero dijo que más bien se inclinaba por no ponerle título.
—Si un libro es bueno…—murmuró sacudiendo el cigarrillo.
Rothenstein objetó que la ausencia de título podía no ser buena para las ventas del libro.
—Si voy a una librería—argüyó—y pregunto únicamente «¿Lo tienen ustedes?», ¿cómo pueden saber qué libro quiero?
—Bueno, naturalmente que mi nombre figurará en la portada—repuso Soames muy serio—. Y también me gustaría—añadió mirando fijamente a Rothenstein—poner mi retrato en la portada.
Rothenstein admitió que era una idea excelente y luego dejó caer que se marchaba al campo y que permanecería allí una temporada. Y a continuación consultó su reloj, soltó una exclamación al comprobar la hora, pagó al camarero y se marchó para cenar conmigo. Soames permaneció en su lugar, fiel a la glauca hechicera.
—¿Por qué se ha negado tan rotundamente a hacerle un retrato?—le pregunté.
—¿A él? ¿Cómo se le puede hacer un retrato a alguien que no existe?
—Sí, es confuso—admití. Pero mi mot juste sonó falsa. Rothenstein insistió en que Soames era inexistente.
Aun así, Soames tenía un libro escrito.
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