Laura llega al pueblo con la intención de identificar los cadáveres de una fosa en cumplimiento de la memoria histórica, pero hay cicatrices que no han acabado de borrarse y se verá envuelta en un asfixiante drama familiar.
Se vende como la tercera parte de las aventuras del peculiar detective Zarco. Y digo peculiar porque nada hay más alejado de los tópicos de la novela negra que este detective. Para empezar, porque no aparece salvo como recuerdo, es su exmujer Laura la protagonista. Y no es ella la que termina resolviendo el caso como en la primera novela de la serie, pero no diré quién.
En el relato se mezclan las voces de los muertos, las cartas de Laura y la narradora omnisciente receptora de las cartas y que es la que va hilvanando la historia, añadiendo los datos pertinentes y guiándonos hasta la conclusión. Aunque hay humor y ternura, como es marca de la casa, es una novela más amarga que el resto, acorde con el tema que trata.
Me declaro admirador absoluto de Marta Sanz. Otra reseña: pequeñas mujeres rojas.
Muy recomendable.
Nosotros somos su perro perdido y su abuelo de hojalata, aunque tuvimos menor fortuna, y estamos bastante seguros de que, al extraer nuestros huesos de la arcilla seca, como quien saca una esquirla de la piel o una bala del tabique en el que se incrustó, Paula no hará pucheros ni contará nuestra historia poniéndonos un marco. No queremos que nos abrillanten como a los santos de las procesiones: éramos los buenos —de eso no hay ninguna duda—, pero teníamos vicios e ignorancias. Algunos ni siquiera éramos hermosos. Somos los niños perdidos, los que no crecen nunca. También, entre el barro, vislumbramos cuerpos de mujeres, aunque aquí ya no importe lo que somos los unos y las otras, y practiquemos de un modo involuntario todo tipo de cópulas, profanación y licuefacciones. No buscamos compasión ni regalías. Pero nos compadecemos de nuestros hijos, que se van haciendo más viejos de lo que nunca nosotros llegamos a ser, y aún no guardan ni una molécula de ceniza, ni un dedito de Hansel, para dejar caer al fondo de esa urna funeraria que hace demasiado tiempo lleva escrito nuestro nombre. Ignoran nuestra dirección.
Intento transcribirte lo más fielmente que me permite la memoria —es público y notorio que a ti y a mí nos encantan la luz y los taquígrafos— lo que Paquita dijo. Dijo: «Ay, linda, ¿y tú por qué te quedaste así?, ¿fue por accidente o por enfermedad?, ¿torcidita de nacimiento? Me lo tienes que contar todo. Porque vaya pena, con lo mona de cara que eres y esa pierna, ahí, delgadita y retorcida como un alicate. ¿Por qué usas minishort? Cada mujer sabe lo que le sienta bien, lo que debe resaltar de su cuerpo —Paquita se pasa las manos por sus corseterías cónicas— y lo que no. En fin, tú sabrás. Yo le voy a rezar a la Virgen de los Dolores a ver si te enderezas un poquito».
Interrumpo mentalmente a Paquita para decirle: «Puta». Llevaba demasiado tiempo siendo comedida con mi mala lengua y a mí me libera mucho soltar un taco. Como al mudo Samuel. David cada vez que nombra a su tía Paqui le concede el título de condesa de la Laguna Madriguera —no sé si estas chispitas de ingenio hacen de David un gilipollas o son las típicas salidas de un superdotado—. Esta mujer, en su recogida gordura —boquita circular y roja, redondos y negros ojitos, naricilla amarilla de guisante, perlas que tapan los lóbulos de las orejas, uñitas redondas en manitas como ramilletes o bouquets nupciales—, contradice el difuminado aire familiar. A Analía, sin embargo, se la ha tragado la boa y está recubierta por el velo difuminador de los jugos digestivos. A Paquita no se la ha tragado nadie: «Me he dado cuenta de que andas tonteando con mi sobrino. Deberíais ser un poco más discretos, escaleras para abajo y para arriba. Las personas mayores dormimos poco, linda. Ni David ni tú tenéis ya quince años. Incluso creo que tú eres un poquito mayor —“Puta”—, pero eso no importa, lo que importa es que…». Paquita roncha las cáscaras de pipas y me da otro puñadito: «Toma, linda… Lo que importa es que, ¿tú qué eras? Porque mi sobrino es farmacéutico, gana muy bien, no necesita nada de esta casa ni de este pueblo, tiene de todo, es superdotado…». Con un hábil golpe de timón, la tía ha desheredado al sobrino, pasando por encima de su padre y de su madre, un asunto perturbador. Quiere hacerme creer que a David no le interesa lo que podría corresponderle. Me hace gracia hasta dónde puede llegar Paquita: «… y yo no sé si, cuando se os pase el calentón que, si me permites que te lo diga», me coge la mano con pena, «es un calentón de pervertidos porque tú eres un poquito paralítica», Paquita vuelve la cara hacia los pajaritos del papel pintado, «como si David prefiriese cosas un tanto especiales…». Paquita reflexiona sin dejar de comer pipas de girasol. Enumera: «… las cicatrices, las mujeres con un ojo más grande que el otro, yo qué sé, a lo mejor son cosas de superdotado, no me quiero ni imaginar lo que se le puede pasar por la cabeza a un superdotado, a lo mejor deberían meterlos a todos en la cárcel por pecados de pensamiento, ¿no, linda?». Se muere de risa y luego se pone torva: «… el nene fue muy raro desde pequeño, pegado a su madre y a su tío, no se dejaba tocar por su padre, cada vez que Samuel se llevaba un dedo a los labios y hacía “chissss”, de esa manera tan rara, el niño se cagaba por las patas abajo, linda». Te juro, Luz, que ya empezaba a echar de menos que alguien me llamase «Pauli»: «… el caso es que parecía boba la criatura y resultó que era un superdotado, entonces, yo me pregunto: ¿y tú qué eres? —“Puta”—, ¿superdotada también? Yo soy maestra de educación infantil», «What a surprise!», de nuevo subrayamos el vínculo del inglés con el amor, «he leído un poco, conozco a mi sobrino mejor que su propia madre y me parece que, después del calentón, David se va a aburrir de ti. O contigo. O lo que sea. Como en La cenicienta…»
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