Minotauro, 1985,1991. 190 páginas.
Tit. or. Le cosmicomiche. Trad. Aurora Bernárdez.
Incluye los siguientes cuentos:
La distancia de la Luna
Al nacer el dÃa
Un signo en el espacio
Todo en un punto
Sin colores
Juegos sin fin
El tÃo acuático
Cuánto apostamos
Los Dinosaurios
La forma del espacio
Los años-luz
La espiral
En los que Calvino toma una frase tomada de algún artÃculo cientÃfico (por ejemplo, que la luna estaba antes más cerca de la tierra) y tomando a un imaginario ser que ha vivido desde el origen de los tiempos transmutándose en diferentes encarnaciones nos cuenta una historia poetizando de una manera totalmente fantástica lo que dice la frase (en el caso de la luna, que estaba tan cerca que se podÃa subir de un salto).
No esperen encontrar aquà ciencia ficción y sà unos temas narrados con un estilo propio que es difÃcil de encontrar en otra parte. Algunos relatos son magnÃficos. El dinosaurio, por ejemplo, es uno de los mejores cuentos que he leÃdo en mi vida.
Muy recomendable.
Misteriosas permanecen las causas de la rápida extinción de los dinosaurios, que habÃan evolucionado y crecido durante todo el Triásico y el Jurásico y que durante ciento cincuenta millones de años habÃan sido los indiscutibles dominadores de los continentes. Tal vez fueran incapaces de adaptarse a los grandes cambios de clima y vegetación que tuvieron lugar en el Cretáceo. Al final de esa época todos habÃan muerto.
Todos menos yo —precisó Qfwfq—, porque también yo, durante un cierto periodo, habÃa sido dinosaurio: digamos durante unos cincuenta millones de años, y no me arrepiento: entonces al ser dinosaurio se tenÃa la consciencia de ser lo correcto, y nos hacÃamos respetar.
Más tarde la situación cambió. Es inútil que os cuente los particulares, comenzaron desgracias de todo tipo, derrotas, errores, dudas, traiciones, pestes. Una nueva población enemiga nuestra crecÃa en la Tierra. RecibÃamos golpes por todos lados, nada nos salÃa bien. Ahora hay quien dice que el gusto por desaparecer, la pasión por ser destruidos formaban parte del espÃritu de los dinosaurios ya desde antes. No sé: yo este sentimiento nunca lo habÃa tenido; si otros lo tenÃan es porque ya se sentÃan perdidos.
Prefiero no volver con la memoria a la época de la gran mortandad. Nunca habrÃa creÃdo que me salvarÃa. La larga migración que me puso a salvo, la cumplà a través de un cementerio de esqueletos descarnados, en los que sólo una cresta o un cuerno o una placa de coraza o un jirón de piel toda astillas recordaba el esplendor antiguo del ser viviente. Y ahora en estos restos trabajaban los picos, los espolones, las garras, las ventosas de los nuevos amos del planeta. Cuando ya no vi más huellas de vivos ni de muertos me detuve.
En aquellas altiplanicies desiertas pasé muchos, muchos años. HabÃa sobrevivido a las asechanzas, a las epidemias, a las hambres, al hielo: pero estaba solo. Continuar allá arriba eternamente, no podÃa. Me puse en camino para descender.
El mundo habÃa cambiado. Ya no reconocÃa ni los montes ni los rÃos ni las plantas. La primera vez que vi a seres vivientes me escondÃ; era una manada de los Nuevos, ejemplares pequeños pero fuertes.
—¡Eh, tú! —me habÃan avistado, y enseguida me asombró ese modo familiar de apostrofarme. HuÃ; me persiguieron. Estaba acostumbrado desde hacÃa milenios a suscitar terror a mi alrededor y a sentir terror de las relaciones ajenas al terror que suscitaba. Ahora, nada—: ¡Eh, tú! —se acercaban a mà como si tal cosa, ni hostiles ni atemorizados—. ¿Por qué corres? ¿En qué estás pensando? —sólo querÃan que les señalase el camino para llegar a no sé dónde. Tartamudeando dije que no era del lugar.
—¿Por qué empezaste a huir? —dijo uno—. ParecÃa que hubieras visto… a un dinosaurio —y los demás se rieron. Pero en aquella risa sentà por primera vez un punto de aprensión. ReÃan algo forzadamente. Y uno de ellos se puso serio y añadió:
—No lo digas ni en broma. Tú no sabes cómo son…
Asà pues, todavÃa el terror de los dinosaurios continuaba en los Nuevos, pero quizá desde hacÃa bastantes generaciones no los habÃan visto y no sabÃan reconocerlos. Proseguà mi camino, alerta pero también impaciente por repetir el experimento. En una fuente bebÃa una joven de los Nuevos; estaba sola. Me acerqué despacito, alargué el cuello para beber junto a ella; ya presentÃa su grito desesperado en cuanto me viera, su Misteriosas permanecen las causas de la rápida extinción de los dinosaurios, que habÃan evolucionado y crecido durante todo el Triásico y el Jurásico y que durante ciento cincuenta millones de años habÃan sido los indiscutibles dominadores de los continentes. Tal vez fueran incapaces de adaptarse a los grandes cambios de clima y vegetación que tuvieron lugar en el Cretáceo. Al final de esa época todos habÃan muerto.
Todos menos yo —precisó Qfwfq—, porque también yo, durante un cierto periodo, habÃa sido dinosaurio: digamos durante unos cincuenta millones de años, y no me arrepiento: entonces al ser dinosaurio se tenÃa la consciencia de ser lo correcto, y nos hacÃamos respetar.
Más tarde la situación cambió. Es inútil que os cuente los particulares, comenzaron desgracias de todo tipo, derrotas, errores, dudas, traiciones, pestes. Una nueva población enemiga nuestra crecÃa en la Tierra. RecibÃamos golpes por todos lados, nada nos salÃa bien. Ahora hay quien dice que el gusto por desaparecer, la pasión por ser destruidos formaban parte del espÃritu de los dinosaurios ya desde antes. No sé: yo este sentimiento nunca lo habÃa tenido; si otros lo tenÃan es porque ya se sentÃan perdidos.
Prefiero no volver con la memoria a la época de la gran mortandad. Nunca habrÃa creÃdo que me salvarÃa. La larga migración que me puso a salvo, la cumplà a través de un cementerio de esqueletos descarnados, en los que sólo una cresta o un cuerno o una placa de coraza o un jirón de piel toda astillas recordaba el esplendor antiguo del ser viviente. Y ahora en estos restos trabajaban los picos, los espolones, las garras, las ventosas de los nuevos amos del planeta. Cuando ya no vi más huellas de vivos ni de muertos me detuve.
En aquellas altiplanicies desiertas pasé muchos, muchos años. HabÃa sobrevivido a las asechanzas, a las epidemias, a las hambres, al hielo: pero estaba solo. Continuar allá arriba eternamente, no podÃa. Me puse en camino para descender.
El mundo habÃa cambiado. Ya no reconocÃa ni los montes ni los rÃos ni las plantas. La primera vez que vi a seres vivientes me escondÃ; era una manada de los Nuevos, ejemplares pequeños pero fuertes.
—¡Eh, tú! —me habÃan avistado, y enseguida me asombró ese modo familiar de apostrofarme. HuÃ; me persiguieron. Estaba acostumbrado desde hacÃa milenios a suscitar terror a mi alrededor y a sentir terror de las relaciones ajenas al terror que suscitaba. Ahora, nada—: ¡Eh, tú! —se acercaban a mà como si tal cosa, ni hostiles ni atemorizados—. ¿Por qué corres? ¿En qué estás pensando? —sólo querÃan que les señalase el camino para llegar a no sé dónde. Tartamudeando dije que no era del lugar.
—¿Por qué empezaste a huir? —dijo uno—. ParecÃa que hubieras visto… a un dinosaurio —y los demás se rieron. Pero en aquella risa sentà por primera vez un punto de aprensión. ReÃan algo forzadamente. Y uno de ellos se puso serio y añadió:
—No lo digas ni en broma. Tú no sabes cómo son…
Asà pues, todavÃa el terror de los dinosaurios continuaba en los Nuevos, pero quizá desde hacÃa bastantes generaciones no los habÃan visto y no sabÃan reconocerlos. Proseguà mi camino, alerta pero también impaciente por repetir el experimento. En una fuente bebÃa una joven de los Nuevos; estaba sola. Me acerqué despacito, alargué el cuello para beber junto a ella; ya presentÃa su grito desesperado en cuanto me viera, su huida afanosa. HabrÃa dado la alarma, los Nuevos habrÃan venido en grupo a darme caza… Al momento, me habÃa arrepentido de mi gesto; si querÃa salvarme debÃa descuartizarla enseguida: volver a empezar…
La joven se volvió y dijo:
—¿A que está fresca?
Empezó a conversar amablemente con frases un poco de circunstancias, como se hace con los extranjeros, a preguntar si venÃa de lejos y si habÃa encontrado lluvia o buen tiempo durante el viaje. Yo nunca me habrÃa imaginado que se pudiera hablar asà con los no-dinosaurios, y me quedaba intranquilo y casi mudo.
—Yo siempre vengo a beber aquà —dijo ella—, al Dinosaurio.
Levanté de golpe la cabeza, abrà los ojos de par en par.
—SÃ, sÃ, la llaman asÃ, la Fuente del Dinosaurio, desde los tiempos antiguos. Dicen que una vez aquà se escondió un dinosaurio, uno de los últimos, y a quien venÃa a beber le saltaba encima y lo descuartizaba, ¡madre mÃa!
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