Mónica Ojeda. Mandíbula.

octubre 4, 2021

Mónica Ojeda, Mandíbula
Candaya, 2018. 290 páginas.

Una profesora que ha pasado una situación traumática -unas alumnas la secuestraron en su casa- y que tenía una relación tóxica con su madre entra de profesora en un prestigioso centro privado. Pero algunas alumnas no son precisamente angelitas y la situación se desmadra un poco.

Otra muestra del gran talento narrativo de Mónica Ojeda, que es capaz de construir ambientes malsanos con un lenguaje exquisito, juntando la calidad literaria con esta nueva especie de literatura de género que se convierte en literatura a secas.

En ocasiones se vuelve demasiado a los mismos temas y hay algunas cosas un poco al límite pero ¡que imágenes más sugerentes y truculentas! ¡Que protagonista en la sombra! He disfrutado un montón con esta historia desasosegante. Que es capaz de juntar los creepypastas con Norman Bates.

Muy recomendable.

Fernanda se hablaba en voz alta cada vez que podía: cuando se duchaba, cuando se acostaba a dormir, cuando el chofer de su padre la llevaba al colegio, cuando almorzaba sola en la mesa de ocho sillas, cuando la Charo le ponía las medias y los zapatos por las mañanas, cuando se encerraba en su habitación, cuando se peinaba, cuando se cortaba su largo vello púbico con la tijera de uñas de su madre, cuando iba al baño del colegio y se quedaba sentada mirando los azulejos y la puerta número cinco plagada de testimonios Hugo-&-Lucía-4ever, Salsa-is-not-dead, Daniela-Gómez-es-lesbiana, Te-amaré-X-siempre-Ramón, Bea-&-Vivi-BF, We-don’t-need-no-education, Dios-nos-ama-pero-a-ti-no, Miss-Amparo-zorra, Mister-Alan-cabrón, cuando fingía hacer los deberes, cuando ensuciaba a propósito su ropa para que la Charo tuviera que limpiarla, cuando nadaba en la piscina y se orinaba en ella justo antes de salir, cuando veía películas sola o acompañada —sus padres, que nunca veían películas con ella, no tenían ningún inconveniente con su parloteo solipsista porque creían que se trataba de un ejercicio propuesto por el Dr. Aguilar, el psicoanalista que Fernanda visitaba desde que era una niña y que tenía un ojo vago, casi ciego, que cubría con un parche pirata por razones estéticas—. Se hablaba a sí misma porque quería y, aunque no era parte de su terapia, había descubierto que existía alguien más maledicente habitándola y compartiendo sus pensamientos; una chica que era ella y, a la vez, no. «Lo importante es que ese alguien siempre tiene cosas que decirme», dijo. «Mi psicoanalista me aseguró que todas las personas tenemos una voz así columpiándose en nuestras cabezas». Fernanda quería que sus amigas se escucharan por primera vez para saber si lo que se decían era similar a lo que ella se decía. Se preguntaba si sus voces ocultas serían más o menos iguales a la de ella, esa que le pedía a gritos cosas como golpear a la madre, besar al padre, o tocar los calzones de Annelise y morderle la lengua. El edificio le parecía un sitio ideal para hacer una terapia conjunta, pero Annelise no estaba convencida de que eso fuera lo que necesitaran hacer. De todos modos, para complacer a Fernanda, compraron aerosoles, brochas y pintura de distintos colores con el fin de escribir en las paredes. «Mi psicoanalista dice que la escritura es un lugar de revelaciones», les dijo. «Odio escribir. Yo voy a dibujar», dijo Analía poco antes de hacer una versión extraña de Sakura Card Captor en la pared. Ximena, Fiorella y Natalia escribieron sus deseos en forma de epigramas y Annelise dibujó a su Dios drag-queen en el primer piso: una muñeca de pelo en pecho, cejas búmeran, vestido cancán y barba ensortijada. De todas, Annelise era la única que compartía la búsqueda de Fernanda, aunque no sus métodos. El edificio les proponía el desentrañamiento de una revelación que latía adentro de ellas. «Aquí tenemos que ser otras personas, es decir, las que somos en verdad», les explicó Annelise. Y durante varias semanas no volvieron a hablar del tema, quizás porque, aunque entendieron que para sacarle el jugo a la experiencia debían desnudar y abrir sus mentes, no tenían la menor idea de cómo hacerlo, ni mucho menos de cómo lidiar con la vergüenza de hacer cosas que no harían frente a otras personas. «Tampoco se trata de hacer cualquier cosa», decía Fernanda mientras Annelise asentía a cada una de sus palabras. «Tenemos que hacer algo que no podamos hacer en ninguna otra esquina de este mundo». Sabían que, fuera lo que fuera, tenía que tratarse de algo que tuviera sentido, algo que las removiera por dentro y que les provocara lo más parecido a una fiebre, pero también que las conectara y las uniera de forma especial. Un asunto poco sencillo que durante meses no supieron cómo resolver, pero que las hizo persistir a pesar de lo difícil que fue ocultarle a los adultos en dónde pasaban las tardes. Las excusas tenían que cambiar, forzosamente, cada cierto tiempo, y con ello tuvieron que reducir las visitas al edificio a tres días por semana. «Sus padres son unos pesados», les dijo Ximena a Fiorella y Natalia, cuyos padres habían preguntado demasiado a pesar de que casi nunca estaban en casa porque eran dueños de una agencia de publicidad que todos los años estaba a punto de ganar El Ojo de Iberoamérica. «¿Y si dedicamos cada piso, y cada habitación, a alguna actividad?», sugirió un día Analía. «Ya, pero ¿a qué actividades, mensa?», le dijo Natalia. «¡Contemos historias de terror!», soltó Fernanda inspirada por ¿Le temes a la oscuridad?, de Nickelodeon, un programa de los noventa que había visto en un video de Playground en donde un grupo de jóvenes se reunían alrededor de una fogata para narrar historias de horror. «Está bien, podemos intentarlo», dijo Annelise. «Pero necesitamos algunas reglas». La primera consistió en que las historias tendrían que contarse en el segundo piso, en una habitación sin ventanas que Fernanda había pintado de blanco; la segunda, que las narraciones fueran una vez por semana; la tercera, que en cada reunión solo se contara una historia; la cuarta, que los turnos se definirían al azar; y la quinta —quizás la más importante—, que quien relatara una historia que no le diera miedo a las demás tendría que cumplir un reto elegido por el grupo. La actividad inició con una cierta apatía de parte de Annelise, quien no confiaba en las habilidades de cuentería oral de sus amigas. Analía fue la primera en relatar su historia y, por supuesto, la primera en verse obligada a cumplir el reto. Las demás debatieron con intensidad antes de asignarle la tarea de levantarse la falda y enseñarle el culo a Miss Clara, alias Latin Madame Bovary —porque se parecía al dibujo de la portada del libro de Flaubert—. «No voy a hacerlo, ¿están locas? ¡Llamará a mis padres!», chilló Analía.

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