Seix Barral, 2018. 340 páginas.
Biografía muy particular de Olivier Messiaen. Particular porque se cuenta en primera persona, de una manera muy introspectiva y con un lenguaje poético, casi musical, como si quisiera imitar las composiciones del maestro.
Narrado desde los último años del compositor, echando la vista atrás, rememorando ese don de la fiebre, esa sensación sinestésica que mezcla sonidos y colores, que le permite rozar la falda de Dios en ocasiones, porque Messiaen es creyente, organista en una iglesia, y no reniega de su fe ni en sus obras ni en su vida.
La primera parte del libro se me hizo un poco pesada, me venía muy recomendado y si bien no hay ningún pero a cómo está escrito, no acababa de atraparme. Pero enseguida viene la parte en la que Messiaen está en el campo de concentración y cómo escribe y representa el Cuarteto para el fin del tiempo y en ese momento, poniendo la música de fondo, vino la magia de sentirme transportado a ese barracón frío donde cuatro personas combatían la realidad con la belleza del arte.
Sólo por eso ya merece la pena leerlo. Otras reseñas: El don de la fiebre y El don de la fiebre.
Recomendable.
¿Cómo podría empezar la eternidad, si la eternidad siempre ha existido?, protestaban desde la bancada los marxistas, los trotskistas, los anarquistas. Es simple: el tiempo nació con el génesis y, como toda criatura, está abocado a extinguirse. Para entenderlo, deberíamos imaginar el tiempo de los hombres como una brecha en el reino inmóvil de Dios, una tragedia surgida de la Creación, nacida con el mundo, una fisura en la compacta eternidad que, ahora, está a punto de cerrarse, y el Mozart francés mimificaba aquel cierre universal con un gesto enigmático, abriendo las manos como alas de paloma para subrayar los adjetivos, no los sustantivos: azul, lejano, luminoso, eterno.
Creedme: la eternidad no es una extensión infinita de tiempo, sino la abolición del tiempo. Y los prisioneros que tenían cierta instrucción filosófica miraban por encima del hombro aquel alegato de fe, para ellos infantil, para ellos propio de un estadio inmaduro de la humanidad. Y los que no estaban muy familiarizados con las sutilezas teológicas se miraban confusos y se volvían hacia el abate Brossard, como si solicitaran el aval de un religioso autorizado para dar crédito a las digresiones de aquel místico de la gafas redondas. Qué somos todos nosotros, proseguía, aún más pálido por la batería que lo iluminaba desde los pies. Somos prisioneros. Prisioneros del Stalag, desde luego, pero sobre todo prisioneros del tiempo, y muy pronto seremos liberados, porque el apocalipsis está a la vuelta de la esquina y ya no habrá más historia. Será el fin de la Historia y, por lo tanto, del dolor, y, por lo tanto, de la muerte. El apocalipsis será la muerte de la muerte.
Podría parecer exótico, teología y exégesis bíblica allá, en los bajos fondos del siglo xx, pero el abate Brossard estaba decidido a utilizar el flamante teatro del Stalag VIII-A para fines más elevados, evangelización y pedagogía, charlas y conferencias sobre materias sesudas como contrapunto a los espectáculos frívolos de los sábados por la noche, el cine y las canciones, el cabaret y los vodeviles en los que prisioneros barbilampiños asumían los papeles femeninos. Y la consecuencia inesperada de aquellas charlas era que el organista de la Trinidad se había convertido en una celebridad del campo. Estoy celoso, profesor, le confió el abate. Todo el mundo parece fascinado por Messiaen. Su fe sin fisuras se ha convertido en una fuente de inspiración para los demás prisioneros, me han dicho que incluso para algunos soldados alemanes. Y también me han dicho que acuden a usted, un seglar, a pedir confesión y consejo espiritual. Y que ofrece más confesiones que yo mismo. Lo admiro, Messiaen. Su presencia aquí es una luz en la oscuridad de estos tiempos. Para que algo resplandezca se precisa de cierto grado de oscuridad, y éstos son, convendrá conmigo, los tiempos más oscuros que se recuerdan.
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